Doctor Vallejo




“Estoy volando”.

Empiezo a sentir que me elevo. La gravedad no existe y el tiempo se ha detenido.

No me gusta cómo se ven las cosas desde aquí. Me figuro una marioneta. No. Un saltimbanqui de los que recogen dinero en cada semáforo. Excepto que no hay semáforo y mi acto “especial” consiste por ahora, sólo en elevarme.

¡Caray! El tráfico está perverso en todas las direcciones. Caminar fue una buena decisión. De lo contrario, ni siquiera hubiera podido llegar al almuerzo con el Doctor del Valle. Y ese es un lujo que no me puedo permitir en estos días.

“Vallejo: tienes que tomar cartas en el asunto. Los números no te están ayudando y va a ser muy difícil que la Junta apoye tu ratificación el próximo año. Arismendi no hace más que azuzarlos a todos en tu contra y berrear con el tema de las acciones”. Me dijo.

Berrear. El verbo perfecto para hablar de Arismendi. Otra alimaña a agregar a mi lista negra, de la que pronto tendré que ocuparme. Lista de la que ya puedo ir tachando al Doctor Soler. Engreído hijo de puta.

Esta mañana se atrevió a decirme que soy un “cerdo sin integridad”, el muy baboso. Menos mal ya no voy a tener que soportarlo. ¡Qué gusto me dio anunciárselo! Fue el mejor de todos los despidos de esta mañana. Al único al que no le disimulé el placer de estarle dando una patada en su arrogante trasero.

En estos días, una carta de preaviso común resolvería las cosas, pero ¿cómo privarme de ver sus caras de desconcierto y de asombro, cuando les digo que voy a reemplazarlos “por alguien más afín a los intereses de la institución?” Los médicos, pero, sobre todo los especialistas, tienen esa peculiaridad de sentirse superiores a los demás mortales, lo que hace particularmente gozoso mi oficio de mover y enredar sus hilos laborales. Esa, sin duda, es la mejor parte de mi trabajo.

Comienzo a girar en el aire. Ahora veo el cielo sobre mí. Hay muchas nubes y va pasando un avión, aunque parece haberse congelado en su tránsito, como yo. ¿A dónde irá?

Debería tomarme unas vacaciones. Ya no puedo recordar cuándo fue la última vez que lo hice. O tal vez sí… Santi aún vivía. Lo llevamos a conocer el mar cuando cumplió cuatro años. Fue en junio. Para navidad ya había muerto, junto con mi matrimonio. Ahora tendría doce años. Si ese maldito médico no se hubiera equivocado de diagnóstico…

¡Cuánto tiempo ha pasado sin pensar en ese momento terrible que partió en dos mi vida! Pero, ¿para qué hacerlo?

¿Qué habrá sido de Mónica? Se llevó todas sus cosas después de que perdí la primera demanda y me preparaba para seguir el proceso. Me dijo, entre lágrimas, que eso no nos iba a devolver a Santi, ni nos ayudaría a superar su ausencia. Pero a mí sí. Hice mi duelo a partir de poner todo mi esfuerzo en que ese imbécil pagara con su patrimonio y su licencia por una equivocación que a mí me costó nada menos que mi familia. Al final no conseguí nada, pero aprendí lo suficiente para entrar en su mundo y tener a muchos como él trabajando para mí. Ahora, sin embargo, tengo que espabilarme, o me van a sacar de la Gerencia del Hospital.

“No se preocupe Doctor”. Le dije a Del Valle hace apenas unos minutos. “Hoy despedí a varios colaboradores que no lograron compenetrarse con las necesidades de la institución y ya empezamos las contrataciones de los especialistas recomendados por la Junta. Yo mismo les voy a dar una charla motivacional la próxima semana, para que sepan desde el principio, qué es lo que necesitamos de ellos.”

“Eso está bien Vallejo, pero no sé si sea suficiente.” Me contestó con indiferencia, mientras llamó al mesero con un gesto mínimo, casi imperceptible.

“En dos meses arrancamos con el proyecto de turismo en salud y vamos a tener más ingresos de cuenta de los ortopedistas y de los plásticos. Además, con la Auditora, tuvimos algunas ideas para preservar recursos en ciertos rubros específicos. Ya comenzamos a implementar...”

“Ya veremos.” Me respondió él con una fría mirada de sus ojos azules, suficiente para darme a entender que era el momento de callarme. Desde ese primer almuerzo, muchos años atrás, aprendí el idioma del Doctor del Valle, ¡y vaya que me ha sido útil!

Sigo girando en el aire. Ahora puedo ver la vegetación del separador y algunas plantas con flores que no se notan desde afuera, de lo contrario ya se las habrían llevado. Me recuerda a las plantas que solía cuidar Mónica en el balcón de nuestro primer apartamento. Ya casi no consigo recordar lo que se sentía tener un hogar.

Doctor Soler. Lamento mucho interrumpir sus labores habituales, pero debo comunicarle que, a partir del próximo lunes, sus servicios no serán requeridos en el Hospital”. Le dije esta mañana al cirujano frente a mí, al mismo tiempo que le extendí una hoja de papel con igual información escrita. El habitual gesto de desdén que caracteriza su cara, se transformó primero en sorpresa y después en ira.

“¿Me está despidiendo?” Me contestó airado.

“Así es”. Le dije sonriendo.

“¿Y cuál es la razón?” Me preguntó visiblemente furioso, pero sin levantar la voz.

“Ya se lo había dicho en varias oportunidades: usted se ha negado a alinearse con los objetivos y necesidades de nuestra institución de forma reiterada. Ahora es tiempo de que busque horizontes laborales más afines a usted, mientras nosotros contamos con un colaborador más afín a nuestros intereses”. Le contesté

A continuación, lo vi respirar profundo como tratando de calmarse, antes de seguir: “Usted es un desgraciado Vallejo, ¿por qué al menos, por una vez, no les dice a las cosas por su nombre?”

“No hay razón para perder la cordialidad Doctor”. Proseguí. “Estoy seguro de que hay otras instituciones en las cuales usted será bien recibido y se sentirá más a gusto que aquí. Después de todo, en el último año no ha hecho más que quejarse y manifestar su desacuerdo…”

“¡Maldito cerdo sin integridad!” Me interrumpió, mientras se puso de pie y elevó el volumen de sus palabras. “¡Cómo quiere que no me queje! Los insumos que está comprando son de bajísima calidad. ¡Usted está poniendo en riesgo a los pacientes! Pero claro, eso es lo que necesita, ¿cierto? Los intereses de su institución se reducen a generar más ingresos. Lo que me ha pedido en todo el año, con su jerga elegante, es que haga que más pacientes se compliquen, para que tengan mayores estancias hospitalarias, vayan con mayor frecuencia a cuidados intensivos y demanden más gastos. Y en lo posible más cirugías, más procedimientos y más medicamentos. ¡Así es como usted pretende elevar las ganancias de este hospital! ¿Y qué es lo que espera que haga yo? Ya bastante difícil ha sido para mí tratar de que todo salga bien, cuando tengo que lidiar con la basura barata que está comprando para operarlos y atenderlos…” Hizo una pausa para respirar y calmarse, antes de seguir: “¿Sabe qué? Tendría que haberme largado de aquí desde hace mucho. Siento pena por todos los pacientes que vengan a esta institución esperando atención médica “de calidad”. Y siento pena por quienes se van a quedar trabajando aquí. Pero, sobre todo, siento pena por usted, porque, de seguro, nunca va a llegar a saber las implicaciones de las pésimas decisiones que toma. Usted es un peligro. Espero no tener que volver a verlo jamás”. Y salió como un vendaval por la puerta abierta.

“Yo también le deseo muchos éxitos, Doctor”. Le dije con voz fuerte para que me alcanzara a oír mientras llegaba al pasillo.

Al menos llegamos a un acuerdo: Yo también siento pena por él, al igual que la siento ante las personas que no saben ocultar, o por lo menos, disimular sus emociones. Se creen tan fuertes de poder decir lo que piensan en cualquier escenario, siempre mostrando todas sus cartas, sin apenas enterarse de lo vulnerables que nos resultan a quienes dominamos el juego.

Comienzo a caer. El pavimento, con su cebra ya medio borrada por el tiempo y el uso, se va acercando lentamente. Mi maletín llega al suelo antes que yo. Debo recuperarlo cuanto antes. Los documentos en su interior no pueden caer en manos equivocadas. ¡Sería mi destrucción! Extiendo mi brazo queriendo alcanzarlo, lo que hace que gire de nuevo en el aire y lo pierda de vista. Debo reunirme con la Auditora en la tarde para mostrárselos; no tanto para ver qué opina, si no para asegurar definitivamente su silencio. Si alguna vez se le ocurre hablar, estará tan hundida como yo. También tengo todavía algunos despidos pendientes, además de un mar de otros papeles que firmar para las nuevas contrataciones. Debo llegar pronto a la oficina.

Entonces, aterrizo por fin sobre mi cuello y escucho claramente el sonido de algo que se rompe. Me siento como un tronco viejo, lo que queda de un árbol cortado de raíz. No sé adónde fue el resto de mi cuerpo, no logro sentirlo. Además, algo cubre mis ojos y no consigo ver. El maletín debe estar cerca; quiero buscarlo con mis manos, pero no sé dónde están, no logro ubicarlas, ¡no puedo moverlas!

Algún desgraciado acaba de atropellarme con su moto. Ahora me doy cuenta. Estoy en la calle sin poder moverme y escucho personas a mi alrededor. Me arden los ojos y me duele la cabeza. No recuerdo haber tenido un dolor semejante. Pero ¡qué alguien me ayude! ¡no se queden ahí como unos malditos buenos para nada! Ninguna palabra coherente parece salir de mi boca. Debo sentarme, secar mis ojos y recuperar mi maletín. Pero, ¿cómo?

Alguien limpia mi cara y me doy cuenta que lo que hay en ella es sangre. Mi sangre. Estoy herido, tal vez de gravedad. Me inunda el pánico. Un hombre me habla, pero no entiendo qué dice. Hay otro muy cerca y parece querer moverme, pero no lo hace. ¿Qué esperan? Son todos unos inútiles.

Sigo buscando mi maletín, al menos con mis ojos, pero no lo ubico. La gente me mira asustada, asombrada. Me siento como un objeto de feria. Un tipo me está filmando con su celular. Un hijo de puta más para mi lista. Pienso en todas las cosas que quiero decirle, pero un anciano entra en mi campo visual y me lo oculta, se acerca y pone sus dedos en mi cuello. ¡Puedo sentirlo! Está tomando mi pulso.

Un curso de acción. Debo encontrar un curso de acción. Y mi maletín. Tengo que poder hablar…

Otro tipo se acerca y también me toca el cuello. Parece enojado y está dando órdenes. Éste sí que va a hacer algo. Pero también desaparece. ¡A todos! ¡los voy a demandar a todos! ¿Cómo es que, habiendo tantas personas, ninguna me ayuda?

Intento hablar y creo que tal vez lo hago, pero no sé con certeza qué es lo que estoy diciendo. Me siento como si hubiera bebido demasiado. Puedo darme cuenta de todo, pero como si estuviera muy lejos para reaccionar. Creo que estoy en shock.

¿Fue esto un accidente? ¿O alguien me quiere muerto?

No. Es poco probable. Nunca he dejado cabos sueltos. He tenido mucho cuidado en afinar cada uno de los detalles de mis “operaciones”. Jamás seré yo el responsable directo de una acción ilegal, así que no puedo estar en la mira de algún enemigo previsible. Por lo menos, no de uno que se tomaría tantas molestias. Además, si me quisieran muerto, atropellarme no era una opción segura. No como dispararme. Si yo hubiera llegado a materializar mis planes pasados, habría optado inclusive por medios más discretos. Y no me habrían atrapado.

Me divierten las personas que cometen crímenes con la misma mediocridad que caracteriza cualquier otra cosa que hacen. Y después tienen el descaro de sorprenderse cuando los capturan. Llevar a cabo cualquier acto contra las reglas del mundo necesita de rigor y disciplina. Hay que planear bien los pormenores, adelantarse a los imprevistos, considerar cada desenlace posible. Me encanta ver en las noticias a esos fracasados que aprehenden rápidamente durante un robo o después de un asesinato. Esas caras de asombro…

¡Mi maletín! Si alguien se lo llevó, creo que todo estará bien. Son papeles sin sentido para el común de la gente, mientras que el artículo de cuero sí puede ser vendido con algo de lucro. No hay nada que temer si esos documentos terminan en la basura o son arrastrados por el viento. No apareceré en las noticias con cara de sorpresa… Siento algo de alivio.

Escucho que se acerca una ambulancia, aunque cada vez hay más personas alrededor. Uno de los tipos de antes comienza a dar órdenes y viene acompañado de otro que no alcanzo a comprender cómo es que viene a ayudarme. Es descomunal. Y desagradable. Parece un gigantesco cerdo al que además le cuesta un mundo moverse. ¡Este sí es un verdadero cerdo, Doctor Soler! Ojalá pudiera verlo. Comienzo a alegrarme con el recuerdo de esta mañana y su cara de rabia, pero, entonces, tomo consciencia de algo en lo que no había pensado y siento que mi corazón se detiene de terror.

En ese momento, más rápido de lo que anticipaba, me ponen un cuello ortopédico, me enderezan de un solo movimiento, me inmovilizan y me suben a la camilla. El tipo obeso se ve muy mal, no puedo creer que sea él quien conduzca la ambulancia. Debe ser diabético. Recuerdo que también yo lo soy ahora, aunque no he tenido tiempo de pensar en ello. Por eso me resisto. La médica se enojó conmigo la última vez. Me preguntó qué clase de vida quería vivir. Míreme ahora Doctora: no puedo moverme y no fue culpa de la Diabetes.

¿Cuánto tiempo pasó desde el almuerzo? Siento como si llevara un día entero en esta calle… Por fin me arrastran en la camilla hacia la ambulancia.

¡No es verdad! ¡Maldición! Uno de ellos trae el maletín, lo sube al vehículo y lo deja en el suelo, bajo la camilla. Ahora sí, tengo que poder hablar como sea y tengo qué saber a dónde me llevan. Aunque temo saberlo.

El de las órdenes es muy ágil. El maldito sabe lo que hace y no pierde tiempo. El otro vuelve otra vez. Se ve preocupado. Intento preguntar a qué hospital iremos, pero ni siquiera llego a saber si estoy articulando palabras. El tipo me habla y yo sigo sin tener idea de qué es lo que dice.

Comenzamos a movernos y no sé en qué dirección. Perdí la orientación. No quiero saber. Desisto en mi intento de comunicarme. ¿Qué les diría, en todo caso? Sería un verdadero milagro que no fuéramos a mi Hospital estando tan cerca. Quiero reírme a carcajadas de mi suerte. Lo bueno es que el Doctor Soler estará en el quirófano toda la tarde, por eso lo llamé en la mañana para despedirlo, antes de que empezara con sus cirugías. Seguramente en urgencias va a estar uno de los que empezaban hoy. Mendieta, creo que se apellida. Más me vale, no vaya a ser que...

Nos movemos continuamente sin detenernos ni una vez, pero, ¿cómo es que aún no llegamos? ¿Me estarán llevando a otro lugar? Una luz de esperanza empieza a crecer en mi interior. No quiero ir a mi Hospital como paciente, hay muchas razones por las que no me conviene. Y casi todas ellas tienen que ver con decisiones que tomé yo mismo durante los últimos tres meses para reducir costos.

El que traía mi maletín se ve mal. Parece que va a desmayarse en cualquier momento. ¡Pero qué partida de inútiles con estos que vinieron a ayudarme! Mi dolor de cabeza ha disminuido, pero me empiezo a marear con el movimiento de la ambulancia. Gira muy rápido en una y otra dirección. Y la sirena me ensordece. El que daba las órdenes, que supongo, es el médico, está atendiendo ahora al otro, al que recuperó mi maletín. Comienzo a preguntarme si elegiría haber quedado inconsciente tras la caída, para no tener que ver cómo estos incompetentes “me rescatan”. ¿Preferiría haber muerto? No. No lo contemplé ni siquiera en medio de tanto dolor por la muerte de Santi. Los que prefieren la muerte son unos debiluchos patéticos. ¡La vida viene con tantas posibilidades!

La ambulancia se detiene bruscamente. Siento que ha pasado una eternidad desde que salí a almorzar. Escucho muchas voces afuera que empiezan a gritarse con impaciencia. Me encandila la luz que entra por la puerta cuando la abren de súbito. El del maletín comienza a gritar y a golpear al aire como si viera una amenaza que nosotros no. Afuera, alguien grita por una camilla. Entra una mujer a tratar de calmar al que está gritando, pero recibe un golpe en la nariz y comienza a sangrar. Es Rocío, una de las Auxiliares que más tiempo lleva en el servicio de urgencias. ¡Maldición! Sí me trajeron a mi Hospital…

Uno de los vigilantes entra, inmoviliza al que grita y cuando va a sacarlo, el otro le grita implacable: “No le haga daño, tiene un ataque de pánico y necesita atención”, entonces pide que le acerquen una silla de ruedas y se lo lleva rápidamente, pero no veo hacia dónde. No reconozco el lugar. El que debe ser el médico sale para ver qué pasa. Lo oigo maldecir. Afuera parece haber cien personas haciendo algo muy difícil.

Me fijo en la claridad que entra por la puerta abierta de la ambulancia y de repente todo se queda en silencio. ¿Se olvidaron de mí?

Escucho mi corazón latir acelerado, al igual que mi respiración. La herida en mi cabeza palpita y ha comenzado a sangrar de nuevo. No sé si la sangre cubre otra vez mis ojos, dudo que estén abiertos. Mis intestinos se revuelven y, sin que pueda controlarlo, vacían su contenido hacia el exterior. Creo que mi vejiga también lo hace, pero no estoy seguro. Y no importa mucho. Mi cuerpo, de alguna manera, ya no lo es. ¿Y ahora qué?

Tal vez estoy muerto, en cuyo caso, estoy jodido. Nunca me detuve a pensar en lo qué pasaría después. Esperaba la nada. Desaparecer para siempre. En lugar de eso, sigo aquí, atado a las miserias de un cuerpo roto. ¿No debería por lo menos flotar? Me siento muy confundido.

¿Me habré quedado en un limbo? No tengo otra explicación.

Ojalá viniera Santi. Entonces todo habría valido la pena, pero sería demasiado pedir. Mónica solía soñar con él. Decía que lo veía jugar y reír en un jardín, mientras yo la miraba con cierta condescendencia. La idea de un cielo y un infierno me resulta pueril. Aún ahora. Tuve una vida dura e hice lo que estuvo a mi alcance para cambiar mi suerte. Me abrí camino como pude, y lo hice con rectitud, pero avanzando lento para no llevarme por delante a quién se me atravesara. Y mi recompensa fue perder lo que más amé. Después, todo careció de significado. La vida misma fue un infierno, sobre todo después de perder el cielo en el que viví durante cinco años. El fuego eterno sólo sería más de lo mismo.

Parece que me muevo, pero sigo en el mismo lugar. Escucho voces. Huelo a desinfectante. Un sonido molesto se repite de forma incesante. Tengo frío. La claridad da paso a la oscuridad. Me siento otra vez como si estuviera ebrio, intentando, muy lentamente, despertar de un sueño profundo que intuyo más llevadero que la realidad que me espera.

“...convulsionó durante el traslado y relajó esfínteres…” Una voz va tomando forma a lo lejos, como a través de un abismo. Luego pareciera que se acerca y camina a mi alrededor: “A Blanca y a mí nos tocó limpiarlo y prepararlo, ¿cómo la ves?” El sonido de paquetes que se abren hace un ruido peculiar. “El karma es real”, le responde una voz de hombre bastante afeminada, seguida de una carcajada amortiguada por el tapabocas.

Cuando consigo abrir los ojos, tengo ya la certeza de que estoy en un quirófano. La luz sobre mí hace imposible que vea algo más allá. La instrumentadora que revisa su equipo, lo nota y anuncia con sorpresa: “Está despierto”, a lo que aparece detrás de mí un anestesiólogo que no conozco y que me cubre la nariz y la boca con una máscara. Sólo hasta ese momento, antes de volver a la oscuridad, descubro al hombre parado a la derecha de la camilla que, aún con media cara cubierta, me observa con su habitual gesto de desdén como si me dijera: “Doctor Vallejo, nos volvemos a ver…”

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