“Amanecí gorda”.
Es mi primer pensamiento lúcido del día al mirarme al espejo.
¿Pero cómo no? Anoche, finalmente, decidí ir a lo que organizaron los del gimnasio y tuve qué comer. No me pude resistir. A mi estómago no había llegado más que un batido en la mañana y un café en la tarde. Cuando volví a la casa, ya había pasado demasiado tiempo para vomitar. Y vomitar en un baño en el que cualquiera puede oírme, es algo que no pienso repetir. La última vez fue en ese restaurante el mes pasado, en el que me tocó comer como una marrana para no hacerles un desaire a los señores de la Junta. Y cuando me lavaba las manos, una señora me miró con lástima, me preguntó si me sentía bien y vi que se preparaba para echarme un discurso lastimero, de los que solía darme mamá. Menos mal ya no puede hablar… ¡Soy una porquería!
Mejor me doy prisa. Voy a ver cómo amaneció mamá, haciendo el mínimo ruido para ver si vuelvo a sorprender a la enfermera roncando, cuando debería estar ya cambiándola. Al de la agencia no le quedaron ganas de volver a hablar conmigo cuando llamé para contarle. Pero la que ha estado viniendo se ve muy dispuesta y, seguramente, ya le hicieron la recomendación. Con todo el dinero que pago para que cuiden a mamá, me parece el colmo que vengan aquí a dormir. La encuentro despierta y limpia en su cama especial, mientras la enfermera se ve lista para salir, en cuanto llegue la otra que la va a relevar. Adoro a las personas eficientes.
Me acerco a darle un beso en la frente mientras ignoro, como de costumbre, su mirada de reproche. Sí, mamá, soy una basura y lo sé. Gracias por no perder nunca el ánimo para decírmelo, aún sin las palabras que te quitó el accidente cerebrovascular. La enfermera me dice que pasó muy buena noche, aunque le parece que los pañales estuvieron muy secos, así que está orinando menos. Le pido que, por favor, antes de irse, solicite que venga el médico a revisarla para que le mande los exámenes. Ella dice que sí y me mira por algún tiempo con extrañeza, hasta que desvía la mirada y se entretiene organizando sus cosas. “Sí, soy médica, pero ella es mi madre y, además, ya no soy esa clase de médica”. Es lo que le habría dicho si se hubiera atrevido a formular la pregunta que vi en sus ojos. Y habría sido lo último que habláramos, porque ya estaría llamando de nuevo a poner la queja de sus servicios. No voy a tolerar ese tipo de insolencia en mi casa. No cuando tengo que pagar tanto por esta asistencia.
Tomo mis cosas y voy al gimnasio que queda a solo tres cuadras. Lo mejor de mi día. Dos horas de exigirle a mi cuerpo el plan de ejercicios que se merece. Ojalá tuviera más tiempo. Y ojalá no tuviera que verme mientras lo hago. Hay un espejo en cada pared, desde donde una horrorosa vaca me devuelve la mirada. Toda mi vida he hecho ejercicio, pero, de alguna forma, cada vez me veo más gorda. Más pesada, más fea, más fracasada.
Me concentro en la rutina física y en lo que tengo que hacer hoy. Será un día crucial. El Doctor Vallejo me va a mostrar unos papeles y yo tomaré nota atenta de lo que hay en ellos. Planea incriminarme, pero hay muchas cosas que él no sabe. He jugado su juego y le voy a ganar. Cree que soy tonta y me conviene que lo siga creyendo. También tengo que convocar a una reunión para insistirle a los médicos en que cuiden el presupuesto, porque parece que los mensajes de correo y de chat que les envío todos los días no les hacen efecto, especialmente a la Doctora Elizabeth.
Me alisto rápidamente y salgo en el auto mientras pienso en cómo me las he arreglado para dirigir una IPS mientras audito un hospital de tercer nivel… Pero la recompensa será grande cuando me den la gerencia. El Doctor del Valle dijo que podría ser en unos tres meses, suficientes para seguir recopilando información del Doctor Vallejo. El plan era comprometerlo por completo sin que sospechara, pero él se sigue hundiendo solo al tomar decisiones cada vez más cuestionables, de las que todos hablan a sus espaldas. Cuando lo sustituya, empezaré por corregir algunas cosas que, en comparación, me harán ver como un ángel.
Hasta que resulte por ahí alguien que me conozca de otro trabajo y empiece a referirse a mí con ese apodo miserable. Sé que todos lo usan en mi ausencia. Es su revancha hipócrita. La mía es darles la razón. ¿Les parezco autoritaria? Tal vez no lo suficiente; no si se atreven a faltarme al respeto.
Me estaciono en el parqueadero y me acerco a la casilla por el recibo. Ramón, que habitualmente me saluda y me sonríe con picardía, mientras me mira con sus ojos desviados, se ve muy raro hoy. Diría que no me reconoce. Me ve fugazmente, sin hablar y sin su habitual “que tenga un excelente día Doctora Magdalena”. Me descubro echando en falta los buenos deseos de este don nadie. ¡Qué patética!
Entro a la sede y empieza mi día. Doña Genoveva acaba de trapear el pasillo y no se ve en lugar alguno el aviso de advertencia de “piso húmedo”. Le llamo la atención por cuarta vez este mes. ¿Pero cuántas veces tendré que hacerlo hasta que entienda? O es estúpida o lo hace a propósito. Mientras le explico de nuevo, veo que Diana Luz ya está en su puesto de trabajo y me mira de soslayo. Tiene los ojos hinchados como si hubiera llorado toda la noche. Se ve como la mierda.
“Hola Diana Luz, ¿estás enferma?” Le pregunto, queriendo anticipar si me va a dejar el puesto solo.
“Es que pasé muy mala noche, Doctora, pero estoy bien”. Me dice sin mirarme, como si estuviera muy ocupada con algo en la pantalla de su computador.
“Entonces arréglate un poco. No puede ser esa cara la que vean nuestros pacientes hoy”. Le digo, mientras retomo el camino hacia mi oficina. La chica es buena, amable y eficiente, pero ya no me agrada. Siempre acabo recordando la forma en que le sonrió a Soler cuando vino a hacer consulta para reemplazar al Doctor Peña. Y después me acuerdo la forma en que le sonrió él. Par de imbéciles. Pero, sin duda, la más imbécil fui yo. ¿Cómo no iba a preferir él a alguien 15 años más joven? Y encima con ese cuerpo…
Entro a la oficina, dejo mis cosas y enciendo el computador. Tengo que ver si ya se hizo efectivo el convenio de oftalmología, de lo contrario, tocará negar todas las órdenes pendientes. ¡Genial! Otros 12 pacientes enojados para tratar de hacerles entender que les niego sus órdenes porque no hay convenio, no porque me haga feliz hacerlo. Los auditores somos los villanos del sistema, pero, sin nuestro trabajo, simplemente no habría sistema. Nadie nunca se detiene a pensar en eso.
Ojalá hubiera podido estudiar Derma o Cirugía plástica, pero tenía que empezar a producir cuando acabé la carrera. Tenía muchas deudas qué pagar y en esas especialidades no había forma de trabajar mientras estudiaba. En cambio, en los posgrados administrativos sí. Y me debatía entre Auditoría y Gerencia, lo que hace muy irónico el próximo giro de los acontecimientos…
Suena el teléfono y Diana Luz me pregunta qué debe hacer con las citas del Doctor Luis. Ya no lo recordaba: le prorrogaron la incapacidad.
“Ciérrale la agenda de inmediato. ¿Cuántas citas tiene?” Le pregunto.
“La agenda de hoy ya se llenó.” Me contesta preocupada.
“Reasígnaselas a la Doctora Elizabeth en los horarios de gestión o en cualquier espacio que le cancelen. Los demás se las pones al médico nuevo”. Le respondo y cuelgo antes de dar lugar a una réplica.
Confirmo que aún no está el convenio de oftalmología y no me molesto en llamar a preguntar para cuándo lo piensan resolver. No tengo tiempo que perder. Me concentro en negar las órdenes pendientes y en generar los correos electrónicos automáticos para pedirle a esos pacientes volver a consultar el próximo mes. Para cualquier información adicional (o mejor queja), les pido escribirle a Mauricio en la oficina de atención al usuario. El infeliz parece no tener nunca trabajo pendiente. Siempre está por ahí socializando, con la oficina cerrada.
Un mensaje de correo me anuncia que ya contamos otra vez con el convenio de Urología. “Favor remitir al consultorio de la Doctora Lisseth Trujillo…” Comienzo a reírme a las carcajadas. Yo estudié con ella. Siempre fue una cabeza hueca: demasiado ocupada para estudiar, mientras iba de fiesta en fiesta y de cama en cama. De alguna manera se las arregló para pasar -arrastrando los exámenes de las asignaturas básicas- y llegar a las clínicas. En las rondas no hacía sino balbucear y responder sandeces que nada tenían que ver con lo que le preguntaban, pero siempre encontró la forma de aprobar, y aunque le tomó más tiempo, acabó por graduarse. En la facultad todos hablaban de ella: decían que era muy buena con los “exámenes orales” y que siempre estaba disponible para ayudarle a los especialistas con relatorías y “asignaciones especiales”. Para nosotros, que nunca salíamos de la biblioteca y competíamos por ver quién sacaba la nota más alta, ella formaba parte de los vagos de la carrera, de esos a los que, decíamos con desprecio, “jamás nadie debería tomársele ni un acetaminofén en la vida”.
Recuerdo una vez, cuando la rotación fue especialmente pesada y se nos hizo interminable. Ella sólo fue a dos rondas, no respondió bien nunca y aun así sacó la misma nota que nosotros. Juli y yo nos enojamos mucho. Me acuerdo que les dije: “qué será lo que va a hacer esta tonta cuando no sepa qué es lo que tiene un paciente, ¿se lo va a mamar?” Entonces nos empezamos a reír tan fuerte, que nos llamaron la atención en la biblioteca. Y ahora es uróloga. El chiste se cuenta solo.
Ojalá todavía estuviera en contacto con los muchachos. No. Aparto de inmediato ese pensamiento. La nostalgia es debilidad. Y yo puedo ser cualquier cosa, menos débil.
A Soler también lo conocí en la época de estudiante. Estábamos juntos en las prácticas de anatomía y pasamos tardes interminables estudiando en las salas de morfología. La química era increíble entre los dos y parecía que las cosas se iban dando, pero era muy tímido y yo no quería presionarlo. Él era muy bueno en anatomía porque ya desde ese entonces quería ser cirujano, y le salían las mejores bromas para alivianar el ambiente mientras íbamos de un cadáver a otro. Una vez, mientras almorzábamos y, al mismo tiempo, tratábamos de memorizar los surcos y protuberancias de una pelvis femenina que nos prestaron antes de un parcial, parecía que iba a decirme algo importante, pero al final no lo hizo. Después, me enteré que se había cuadrado con Jessica y ya no volvió a estudiar conmigo. El trasero que tenía esa perra… Cuando lo volví a ver, regresé de inmediato a esas tardes. Y cuando me enteré que seguía soltero, hasta me permití imaginar que podría llegar a darse lo que nunca se dio. Pero bastó una sonrisa de Diana Luz. Vuelvo a sentir la ira de aquel día…
Entonces, me llega una alerta del sistema. La Doctora Elizabeth le pidió una endoscopia a un paciente de 25 años la semana pasada. Siento que me hierve la sangre. Ahora sí me va a escuchar.
Voy a su consultorio y me importa un pepino que esté con paciente. ¿Cuándo va a hacer caso? Le pregunto si es que tiene alguna duda con la guía de manejo de la enfermedad ácido péptica, porque ésta es muy clara cuando recomienda el manejo con antiácido durante tres a seis meses para un paciente sin factores de riesgo. Le pido otra vez que la repase y la aplique. Me doy cuenta de que estoy furiosa, entonces decido salir, antes de decir algo más que no conviene. No paso por alto la mirada de indignación que me lanzan médica y paciente antes de irme. Estoy harta de ella. Ojalá me vaya de aquí pronto.
Recuerdo que hoy no he comido, así que me tomo un yogur de la máquina. 180 calorías. No hay problema. Mientras me lo tomo en una de las salas de espera, veo que la Doctora Elizabeth sale a preguntarle algo a Diana Luz y luego va hacia la oficina. Consuelo le entrega una fórmula de control. Menos mal le delegué esa tarea desde el mes pasado. Me acomodo el pelo y me quedo con una buena cantidad en la mano. Se me sigue cayendo. Ojalá Angie me traiga hoy las muestras de Derma que me prometió, o me voy a quedar calva.
Comienzo a sentir mi habitual dolor de cabeza. Se estaba demorando hoy. Mientras vuelvo a la oficina, me llama el médico que está atendiendo a mi mamá. Un tal Upegui. Me dice que le va a ordenar unos exámenes porque sospecha una infección urinaria. Le pido que lo haga y le agradezco. Será la tercera de este año.
La voz me recordó a la del Doctor Luis. Tengo que llamarlo para saber qué es lo que lo tiene incapacitado después de dos semanas. Un dolor de espalda crónico no pareciera ser una razón lógica, a menos que le hayan hecho algún diagnóstico más específico. Al Doctor Luis “no me le tomaría ni un acetaminofén”, pero es un médico amable que compensa su ostensible desactualización con buen trato y que se esfuerza por seguir todas las recomendaciones que le hacemos. Después de que, al principio, se hiciera evidente que no tiene mayor idea de lo que hace y de que pidiera exámenes de laboratorio que ni siquiera sabe interpretar, se volvió un experto en formular toda clase de suplementos y de remitir a todo el mundo a su propia red particular de especialistas. Como resultado, siempre se mueve dentro del presupuesto y no hay queja alguna en su contra. Necesito más médicos como él. Pero más jóvenes y menos enfermos. Que se incapacite también es un problema.
Paso un buen rato respondiendo mensajes de correo electrónico, hasta que me interrumpe un chat del Doctor Vallejo que me anuncia que hoy vendrá para que revisemos los documentos. “Claro que sí Doctor. Lo espero”. Le contesto.
Me asomo al pasillo y veo que el consultorio de la Enfermera está vacío, así que aprovecho para ir a pesarme. Tengo que bajar 2 kgs esta semana. Ya parezco un hipopótamo.
Yendo hacia allá, escucho un barullo de voces. El vigilante y el Doctor Federico traen a una señora que se desmayó en el baño. Se ve algo confundida en la silla de ruedas. Le preguntan a Diana Luz dónde la ubican, pero ella pone cara de confusión.
“A la sala de procedimientos”. Les digo yo sin perder tiempo.
“Es que ahí está un paciente psiquiátrico de la Doctora Elizabeth”. Me responde ella como excusándose. “Está esperando la ambulancia para remitirlo”. Me dice, antes de que se lo pregunte.
“Pues hay que sacarlo de allá, mientras el Doctorcito atiende a la señora”. Le ordeno. “Llama a Mauricio para que venga a ayudar con esa remisión y por si también hace falta remitirla a ella a urgencias. Y llama a Eloísa para que le ayude, que no sé dónde se vive metiendo. Ya nunca está en el consultorio de Enfermería”
En un santiamén se llega la hora del almuerzo, así que camino hasta el centro comercial de la Avenida. Sólo voy a comer una manzana de 100 calorías, pero no pienso quedarme en la oficina. Siempre hay alguien necesitando algo, que acude a mí para obtenerlo, porque parece que todos los demás son una partida de inútiles. Ahora que sé que me voy, no me quedaré a proyectar una “imagen de proactividad y compromiso con la entidad”. Mientras tanto, puedo ver unos videos chéveres que me pasaron del gimnasio. Hay una rutina nueva para marcar más el abdomen. Me interesa.
Vuelvo a la oficina y encuentro a dos pacientes muy enojados. La Doctora Elizabeth los envió para reclamarme, porque hoy no les pudo revisar sus exámenes de laboratorio. Les dijo que yo soy la responsable de haberle quitado sus horas de gestión. ¡Cómo se atreve! Ahora sí le voy a abrir un proceso disciplinario. Ya no la aguanto. ¡Aunque sea lo último que haga!
Lo más amablemente que puedo, les explico que tenemos un médico incapacitado y por eso la Doctora Elizabeth tuvo que destinar todo su tiempo a atender a los pacientes que se quedaron sin cita. Le pregunto a Diana Luz quién está haciendo consulta prioritaria para enviarle a estos pacientes.
“La Doctora Girlesa, pero no le va a gustar”. Me dice ella algo insolente.
“No le tiene que gustar. Sólo los tiene que ver”. Le respondo yo, ya harta. Entonces toma el teléfono rápidamente, seguramente para avisarle.
Tengo que sentarme a consolidar el informe de auditoría, pero no es buena idea si el Doctor Vallejo llega en cualquier momento. Mejor sigo respondiendo correos electrónicos. Le escribo a Angie para pedirle que me deje las muestras con Consuelo, en caso de que yo esté reunida con él cuando ella venga. ¡Necesito esas muestras!
Alguien toca la puerta tímidamente. Es otra vez ese señor Gonzalo. Viene a contarme que le fue muy bien en su cirugía y a agradecerme por agilizarle la autorización. Como siempre, me mira fijamente como si quisiera preguntarme algo, pero no lo hace. Le respondo que me alegra mucho y que siempre es un gusto saber que los usuarios logran recuperarse de sus patologías. Después, guarda silencio. Pareciera que no queda más que decir, pero sigue ahí. Entonces, me entrega una caja de chocolates mientras me agradece de nuevo, se despide rápidamente y se va. Me recuerda a un adolescente. Si quiere invitarme a salir ¿por qué no me lo pregunta y ya? Me siento algo vieja para este cortejo indeciso. Y encartada con tantos chocolates, cada uno debe tener como 150 calorías. A Consuelo le encantarán, se irán directo a sus caderas, pero eso a ella no le quita el sueño.
Ya son casi las 4 pm y no he sabido del Doctor Vallejo. Ni de Angélica. Ninguno de los dos me ha escrito. ¡Qué raro!
Diana Luz me llama al teléfono: “Perdone que la moleste Doctora, pero es que la Doctora Elizabeth está muy atrasada y los que la están esperando, me dicen muy enojados…”
“¿Y yo qué puedo hacer?” Le respondo con indiferencia.
“No, nada Doctora. Lo que pasa es que a las 5 pm viene el Doctor Peña y estaba programado para ese mismo consultorio. Entonces, quería preguntarle dónde lo ubico. Pues, para que no nos pase lo mismo que la semana pasada…” Me explica apenada.
Esa médica es la patada. Apuesto a que ni siquiera ha hecho las historias del día de hoy. ¿Cómo es que no le rinde el tiempo? ¿Qué tanto hace con los pacientes?... Le pido a Diana Luz que ubique a Peña en el segundo piso y le cuelgo. Si viene alguien con movilidad reducida, a esa hora será problema de alguien más. El tiempo para estresarme por cosas así, ya pasó. En cambio, me meto al sistema para tomar todas las capturas de pantalla en las que consta que la Doctorcita, por más buena que se supone que sea, no hace sus tareas a tiempo.
Debe tener unas doce historias clínicas por completar, que, seguramente, se va a ir a hacer a su casa. Esto era lo que necesitaba para pedirle a los de Sistemas que establezcan, en ese software, que ya no se puedan imprimir órdenes sin haber cerrado las historias. Quiero ver, entonces, qué va a hacer ella.
¿Qué pudo haberle pasado al Doctor Vallejo? Tomo el celular para intentar averiguarlo, pero, entonces, entra una llamada de un número desconocido.
“Doctora Magdalena…” Empieza la inconfundible y fría voz del Doctor del Valle: “ Vallejo tuvo hoy un desafortunado accidente, lo que nos obliga a acelerar nuestros planes con la Junta. La necesito aquí en 30 minutos con todos los documentos que haya alcanzado a copiar”.
“Claro que sí Doctor”, me apresuro a responder. “Pero hoy no me reuní con él, entonces no me pudo mostrar los documentos de…”
“No se preocupe, ya los tengo en mi poder. Apresúrese”. Y me cuelga, antes de que pueda decir algo más.
Me pongo en marcha a toda velocidad. De repente, mi dolor de cabeza se esfumó. Tengo todos los papeles en orden y al alcance, además de una copia muy bien guardada en otro lugar. ¿Qué le habrá pasado a Vallejo? ¿Estará muerto? ¿Y cómo obtuvieron los papeles? Él podrá ser lo que sea, pero nunca un hombre descuidado…
Reúno mis cosas, apago el computador y salgo feliz. Es probable que sea mi último día de trabajo aquí. Aunque no me engaño. Voy directo a la boca del lobo. De uno especialmente despiadado, además. Tengo qué ver la forma de seguir guardando copias de documentos comprometedores. Debería pensar inclusive, en empezar a grabar conversaciones. Hay que considerarlo con calma. Pero ahora no hay tiempo.
Recorro el pasillo triunfal, despidiéndome de todos con una sonrisa. Diana Luz me pregunta una última cosa, a la que ni siquiera presto atención. Le digo que haga lo que mejor le parezca, a lo que responde con una expresión de asombro que me hace mucha gracia. Mientras salgo por la puerta de la sede, me acuerdo de sus ojos hinchados de llorar toda la noche y sonrío mientras pienso: “¡Adiós Diana Luz! Tú te quedaste con el hombre, mientras yo me quedé con un mejor trabajo. Igual que siempre.”