“…eso, seguramente, explique todos sus síntomas”.
Me dice la Doctora con alegría, como si me estuviera dando una buena noticia. Pero en algún punto me perdí.
“Me repite por favor, creo que no entendí”. Le digo mientras hago un esfuerzo enorme por concentrarme en lo que me va a responder.
“Tiene la tiroides aumentada de tamaño y estoy casi segura de que ese es el origen de todos esos síntomas que refiere. Hágase estos exámenes y verá que…”
Asiento con la cabeza y dejo de oírla de nuevo. Vine porque ya no aguanto la piel y la médica cree que estoy mal de la tiroides. Tendré que estudiar eso… Y aguantarme esta piquiña que me va a enloquecer. Debería pedirle que me ordene algo, pero entonces, me voy a demorar más aquí y mientras vuelvo al parqueadero por la moto… ¿Dónde habré dejado el papelito que me dieron…?
Llevo un mes sin poder mantener el hilo de mis pensamientos. Estoy agotado. Necesito que esta consulta termine rápido. Tengo que correr para volver al turno. Esta tarde el Doctor Soler me va a enseñar… ¡Mierda! ¡El casco! Lo dejé en el baño cuando entré, antes de la consulta.
“…y puede reclamar las órdenes en la taquilla. Cuando se haga los exámenes, me pondré en contacto con usted para…”
Me pongo de pie, ya sin oírla, le agradezco y salgo frenético. Tengo qué encontrar mi casco y volver rápido. No puedo perder otra rotación. Necesito ponerme al día en los temas, para recuperar…
Atravieso casi corriendo el pasillo hasta el baño y me cruzo con una señora mayor que se ve muy pálida y quiere decirme algo, mientras extiende sus brazos para agarrarse de cualquier cosa. La alcanzo en su caída y la acomodo en el suelo mientras pido ayuda. Viene muy rápido un vigilante, una señora del aseo y dos personas de la sala de espera que, seguramente, también son pacientes. Levanto los pies de la señora, me fijo en que tiene los ojos abiertos y ninguna desviación en la comisura labial e intento considerar rápidamente posibles diagnósticos diferenciales que le hayan causado la pérdida de la consciencia… Pero tengo otra vez la necesidad urgente de ponerme en movimiento y no logro pensar en algo más. Debo volver al turno. Viene uno de los médicos para ver qué le pasa a la señora. Comienza a atenderla como enojado, sin siquiera preguntarme qué pasó, así que me escabullo al baño. El casco no está. ¿Y ahora qué?
Atino a preguntarle al vigilante, mientras se llevan a la paciente en una silla de ruedas para uno de los consultorios. Me dice que el casco lo encontró la señora del aseo y lo llevó a la oficina de atención al usuario. ¡Por lo menos! Le pregunto dónde es y me indica que en el segundo piso. Troto hacia allá, mientras me entra la duda de si le di las gracias…
En el lugar indicado está la puerta cerrada. Toco una vez, dos veces, tres veces, pero no abren. ¡No puede ser! Tengo que correr. Una mujer que pasa, me dice que por favor espere al Doctor, que se fue a ver cómo ayudar a una paciente que se desmayó. Le explico, lo mejor que puedo, que necesito mi casco y que está dentro de esa oficina. ¿Será que ella tiene llaves y me lo puede entregar? No me entiende, me pide que espere y se va.
Comienzo a sudar otra vez y siento que se me empapa muy rápidamente la ropa en las axilas y la espalda. Me pica el cuero cabelludo, detrás de la oreja derecha. En unos momentos querré arrancarme la piel. Intento respirar, enfocarme. Mis intestinos se quejan y me recuerdan que hoy no desayuné, aunque casi es hora de almorzar. El pensamiento llega y se va como una estrella fugaz. En la noche comeré algo, cuando salga de la última cirugía del turno. Hoy todavía alcanzo a entrar como a tres o cuatro cirugías. ¡El Doctor es muy teso! Pero tengo que demostrarle que no soy un idiota. Cada vez que me pregunta algo, me quedo pensando si debo pedirle que me repita o tratar de adivinar qué fue lo que me preguntó, porque me distraigo con facilidad. Entonces, no contesto. Ojalá sí me enseñe…
Viene un señor muy bien puesto que no tiene pinta de haber estado ayudando mucho allá abajo. Se detiene en la puerta ante la que estoy esperando y me mira interrogativo. Me doy cuenta, apenas, de que estoy golpeando mis dedos contra la puerta de forma incesante, seguramente desesperante. No sé cuánto tiempo llevo haciéndolo, pero me interrumpo. Entonces, el señor me pregunta con amabilidad fingida qué necesito. Hago un esfuerzo por pensar en una frase corta, clara y efectiva con la que me dé a entender: “Dejé mi casco en el baño”. A lo que él responde: “Ah sí, ¿de qué color es?” “Negro”, le digo. Entonces, él asiente, abre la puerta y entra. “Como casi todos los cascos, ¡qué pregunta tan…!” Pienso, mientras lo veo salir rápidamente trayendo mi casco y preguntando “¿éste es?” “Sí señor, muchas gracias” le contesto, mientras freno mis ganas de salir corriendo. A estas alturas, me daría igual que no lo fuera.
Salgo disparado para el parqueadero, intentando anticipar lo que sigue para evitar más inconvenientes de último momento. Encuentro el papelito del parqueadero en el bolsillo de mi camisa, las llaves están en el pantalón y el casco en mi mano. Últimamente me toca hacer listas de chequeo de casi cualquier cosa, porque lo olvido todo. Yo no era así.
De niño, las personas a mi alrededor solían elogiar a mamá por mi inteligencia, porque era muy despierto y rápido para entenderlo todo, aunque después, esas mismas personas se empezaron a quejar de que era muy rebelde e iba a terminar en malos pasos. Y ¿cómo no? Poner en evidencia su estupidez me aisló, hasta que a Pablo y a su grupo les pareció buena idea acercarse…
Hay una fila larguísima en el parqueadero. ¡No puede ser! No está el señor que atiende, ese que tiene un ojo desviado. “Estrabismo”, me corrijo de inmediato. Queda poco para que termine el internado. Si por fin voy a ser médico, tendré que expresarme correctamente como uno. Parece mentira. Hace casi 10 años que empecé y apenas faltan dos meses para acabar. Bueno, tres. Tendré que repetir la rotación de ortopedia. No pude responder ni una sola pregunta en las rondas, porque no logré memorizar ni una clasificación. Menos mal soy bueno en anatomía y en el quirófano medio me defendí, pero no me alcanzó para pasar. Ahora tengo que demostrarle al Doctor Soler que no soy un bueno para nada. ¡Mierda! ¿qué hora es?
A la fila se unieron ya cinco personas más detrás de mí, aunque se fueron tres que decidieron buscar otro parqueadero o irse sin pagar. El caso es que el señor sigue sin aparecer. ¿Será que le pasó algo grave? Mejor que se prepare, porque cuando regrese, todos aquí le van a hablar muy mal de su mamá.
Empiezo a pensar en la mía y en la última vez que la vi. Me dijo: “Ignacio, no sé cómo, siendo tan inteligente, has tomado tan malas decisiones. Me duele en el alma que te tengas que ir, pero aquí lo único que te espera es la cárcel o el cementerio. Espero que cuando vuelva a saber de ti, ya seas un hombre de bien que decidió hacer algo digno con toda esa inteligencia que recibió de parte del Señor”. Luego murmuró como para sí misma: “Tuve que haber hecho esto hace muchos años…” Y cerró de golpe la cajuela del carro del tío Gilberto, antes de que alcanzara a verla llorar.
Comienza a dolerme el cuero cabelludo y caigo en cuenta de que me lo he estado rascando con furia desde hace un rato. La gente de la fila ya ha empezado a vociferar. Algunos, incluso, se ven amenazantes. “No te metas con esos, los peligrosos”, me habría dicho Pablo si estuviera aquí. Aunque el mayor peligro para mí, hubiera llegado a ser él mismo.
Yo también considero irme sin pagar, porque el tiempo se me agota. ¡Total! La moto cabe por entre la barra de salida; ya varios pasaron por ahí. De otro modo, tendría que tomar un taxi, pero entonces me empezaría a descuadrar, para terminar el mes teniendo que destinar mis últimos recursos a tanquear en lugar de comer. Además, en un carro no llego, no con el tráfico como ha estado esta semana...
“¡Esto es inaudito!” Dice furioso un muchacho en la parte de atrás.
Entonces, viene una señora que parece que acaba de levantarse y salió corriendo de su casa, después de ponerse lo primero que encontró y de calzarse sus arrastraderas. Observo unas grandes várices en su pierna derecha. Mientras se sujeta el cabello como puede, nos mira y dice con una voz inusualmente grave para una mujer: “¡Qué pena con todos! Ramón se desmayó en el baño y se lo tuvieron que llevar para el hospital. Apenas me llamaron a mí, pero ya mismo los atiendo”. Se instala en su cabina, abre el vidrio y empieza a recibir tiquetes, dinero e insultos por igual, mientras asiente con la cabeza, y, cada tanto, expresa una disculpa que no acaba de ser oída.
En pocos minutos llego al inicio de la fila, así que me acerco a la cabina, pago por una hora de parqueadero y le digo a la mujer que espero que Ramón se recupere, a lo que ella me mira con simpatía y me agradece con una sonrisa.
Por fin me pongo en camino bajo un sol desesperante y recuerdo, apenas, que no reclamé las órdenes para los exámenes que me mandó la médica. Ni siquiera se me ocurrió. Pero, entonces, habría tardado todavía más tiempo, porque eso estaba lleno. Me enojo conmigo mismo por no haberlo recordado. Algo definitivamente está muy mal. Casi no consigo dormir, vivo acelerado, sudo como un condenado, tiemblo y escucho mi corazón en mi cabeza. Pero lo peor es no poder concentrarme, sentarme a leer sin saber qué estoy leyendo, porque estoy pensando en algo más. Y la mayor parte del tiempo, ni siquiera sé en qué. Tengo un millón de pensamientos en mi cerebro, pero como desconectados entre sí. A veces siento que me ahogo en ellos y me diluyo en el presente. Por eso perdí ortopedia y si no me enfoco, voy a perder cirugía también. Pero lo peor es esta condenada piquiña que no me deja en paz.
No sé cuántos meses llevo así, pero estoy empeorando. Para poder estudiar, he tenido que trabajar de noche, así que el agotamiento es mi estado natural, al que ha sido fácil achacarle todo lo demás que pudiera sentir en mi cuerpo como una carga infinita durante los últimos 10 años. ¿Cómo me sentiré a los 70 u 80? Me es difícil imaginarlo. No he pensado qué será de mí, más allá de conseguir graduarme. Supongo que esperaba que ocurriera en algún momento, pero con todo el tiempo que me significó estudiar en una universidad pública y tomar menos materias de las que hubiera podido si no tuviera que trabajar…
Freno en seco después de que escucho una bocina muy fuerte a mi derecha. Otra vez me distraje y estuve a punto de chocar con una camioneta enorme, de la que asoma un tipo con lentes oscuros y una nariz curiosamente desviada. No llego a escuchar qué palabra obscena me dedica, porque me quedo pensando en todos los problemas que debe tener para respirar. Me encanta la otorrino, pero ni me atrevo a pensar por ahora en una especialización.
Otras bocinas impacientes hacen que me ponga en marcha rápidamente, puesto que me detuve en medio de la calle. Sigo pensando en el tipo de la nariz desviada. Pablo diría que es un “vendehumo”, de los que se creen muy rudos, pero en el fondo se orinan del miedo cuando lo dejas en el granero de rodillas, amarrado a un estacón y con los ojos vendados. Así lo encontraron a él la madrugada misma en que mi mamá me metió en el baúl del tío Gilberto, que me sacó del pueblo escondido entre sus encomiendas, rezando todas las oraciones que se sabía para que no lo pararan en alguno de los retenes del camino. Y no lo hicieron, o yo no estaría 15 años después recordando semejante viaje.
Pero él no tuvo tanta suerte. A la semana siguiente lo encontraron en el fondo de la curva del trapiche, de dónde lo echaron a rodar como si hubiera tenido un accidente, pero uno que comenzó con una bala en su cabeza. Después de eso, a mamá le hicieron la vida imposible. Don Pedro se encargó personalmente de cobrarle que me hubiera ayudado a huir. Pero apenas pude enterarme cuando empecé a estudiar medicina y me gasté lo que tenía en pagarle a alguien para que buscara a mamá y le contara que, de verdad, estaba en camino de convertirme en un “hombre de bien”. “Voy a hacer que estés orgullosa de mí”, le escribí en la carta que le envié y que mi mensajero tuvo que devolverme.
La autopista está colapsada. Si sigo por ahí, no llegaré jamás, así que alcanzo a tomar un desvío para ir por un camino alternativo más largo, pero, al parecer, menos congestionado. Al hacerlo, me le atravieso a un carro blanco que, de inmediato, hace sonar su bocina con furia. “Lo siento, tengo mucho afán”, pienso mientras sigo mi camino. A esta hora el Doctor Soler debe haber terminado de almorzar, si es que no se complicó la cirugía de la mañana, en la que no pude estar. Así que debe prepararse para entrar a otra en un rato. Tengo que acelerar para llegar a tiempo y entrar yo también.
Caigo en la cuenta de que no tengo algún documento que pruebe que estuve en una cita médica, en lugar de asistir al turno. ¡Genial! Voy a tener que explicarle lo que me está pasando y por qué suelo estar desconcentrado. Inclusive, podría pedirle que revise mi cuello, como hizo la Doctora. Aunque esta mañana estaba más serio que de costumbre... Gisela me contó que están despidiendo a muchos especialistas en el Hospital y hay rumores de problemas económicos graves. El Doctor Soler es un gran cirujano, muy serio y callado, pero buena gente, no creo que lo vayan a despedir…
Mis intestinos se mueven otra vez con inquietud. Tal vez no sea buena idea seguir derecho hasta la cena. Pero ¿qué alternativas hay? El restaurante del Hospital es un asco, no sé cómo alguien pueda comer allí, excepto los pacientes mismos, que no tienen otra opción. El sánduche que compré en mi primer turno, terminó completo en la basura. Gisela me dijo que antes todo era delicioso, pero ahora, ¡ni el rastro!
Avanzo con dificultad por entre los autos y no puedo evitar pensar de nuevo en Pablo. Hoy hace 15 años que lo mataron. También yo debería estar muerto. Pero eso hubiera sido demasiado fácil. Tengo mucho que enmendar.
Desde la escuela, Pablo ya tenía una pandilla de tres o cuatro amiguitos que hacían lo que él les dijera, lo que casi siempre incluía atormentar a otros niños. Conmigo, en cambio, nunca se metía. Me había vuelto famoso por enloquecer a los profesores a punta de preguntas y señalar, cada vez con mayor entusiasmo, las contradicciones en que incurrían durante las clases, cuando intentaban enseñarnos temas sobre los cuales, yo dejaba en evidencia que sabían muy poco. Y él no perdía oportunidad en celebrar mis intervenciones. No es que yo fuera un genio, pero, hasta los 14 años más o menos, no hice otra cosa que leer los cientos de libros de texto que tenían en la biblioteca de la Iglesia, dónde me dejaba mi mamá, mientras salía con el cura a hacer caridad a las veredas cercanas. Hasta esa vez en que me dejó amaneciendo allá, mientras se fue con las señoras del costurero a una misión en la montaña. Fue cuando el cura se me metió a la habitación y me obligó a hacer tantas cosas asquerosas en nombre de Jesús y bajo la amenaza de contarle a todo el pueblo y a mamá lo que yo le había dicho muchos años antes durante una confesión.
Pero, ¿por qué pienso en eso ahora? Tengo que repasar. Hoy había una colecistectomía programada... La colecistitis suele deberse a litiasis, es más frecuente en personas con las cuatro efes (female, fat, fertile, forty) osea en mujeres, obesas, multíparas y con más de 40 años, se caracteriza por signo de Murphy positivo… ¡Mierda! ¿Ahora cómo hago a un lado esos recuerdos? Es como si se hubiera abierto en mi cerebro un grifo de tormentos del pasado. Acelero para alcanzar a pasar un semáforo en amarillo y me responde otra serie de pitos indignados a mi izquierda. Lo sé, no soy prudente, pero en serio, me urge llegar. Tengo que poder superar esta rotación y graduarme por fin. Estoy seguro de que, si consigo ser médico y hacer el bien, saldaré mi deuda y este tipo de pensamientos ya no me atormentarán más. El tío Gilberto y mamá por fin descansarán en paz.
Cuando estaba en quinto, antes de que Pablo abandonara el colegio, nos mandaron a los dos a la sala de castigo. A él por cascar a otro niño y a mí porque ya tenía harta a la profesora que intentaba explicar algo sobre el sistema solar, mientras yo ponía en duda sus conocimientos de astronomía después de haber leído una enciclopedia de tres tomos de la biblioteca.
Pasamos toda la tarde solos, encerrados allá. Ese día me dijo que me admiraba mucho y que le gustaría ser tan inteligente como yo para poner en su lugar a tanta gente mala que se aprovechaba de cómo estaban las cosas en el pueblo. Cuando le pedí que me explicara mejor, se burló de mi desconocimiento. Me dijo: “Sos muy inteligente, pero vivís en otro planeta. Algún día te darás cuenta, y ojalá querás juntarte conmigo para que los dejemos en ridículo como se merecen”. Me pareció gracioso que Pablo hablara de “gente mala”, sabiendo que eso era él para mí. Después, me invitó a probar mi inteligencia jugando un juego de adivinanzas inventado por él, en el que me pedía que trazara planes para llevar a cabo cualquier tipo de fechorías y travesuras sin ser atrapado. “¿Cómo harías para robar una res de la finca de Don Lupe sin que se dé cuenta rápido? o ¿Cómo te robarías las hostias de la iglesia, justo antes de la misa del domingo, para que el cura no se entere hasta el momento de repartirlas?” Aunque sospechaba que para él no era un juego, yo me quedaba pensado y le daba dos o tres buenas ideas por cada pregunta. Entonces, él me pedía más detalles sobre la opción que le llamaba la atención y me planteaba obstáculos posibles, que yo debía sortear con más ideas.
Supe después que ese fue el origen de algunas jugadas importantes en contra del cura y de Don Pedro, el dueño de medio pueblo. Pablo tenía agallas y, además, no lo atraparon, lo que, de alguna manera, me hizo sentir orgulloso. De haber sido así, de todos modos, no creo que él hubiera llegado a describirme a mí como el autor intelectual de sus movidas. Además, no volví a hablar con él hasta mucho tiempo después, cuando me volé de la casa del cura, antes de que mamá volviera de la misión a la montaña.
Ahora debo detenerme porque, por alguna razón que no me explico, decidieron ponerse a parchar el pavimento a semejante hora, precisamente en este punto y con tamaña congestión de carros. Siento mi ropa húmeda desde el cuello hasta la entrepierna. ¡Tengo que aprovechar el tiempo! Mejor sigamos repasando. En la colangitis se da la triada de Virchow… ¡Ah no! ¡Qué tonto! Es la triada de Charcot: fiebre, ictericia y dolor abdominal. En realidad, esto lo sé desde los primeros semestres y ahora lo estoy recordando. Desde hace dos meses, parece que ningún conocimiento nuevo puede entrar en mi cerebro. Me voy a derretir mientras espero bajo este sol asfixiante.
Los recuerdos siguen volviendo a torrentes. Pasé la primera noche en un granero que parecía abandonado y al que, no lo sabía en ese entonces, Pablo solía ir con frecuencia. Allá me encontró él, llorando furioso. Se acercó, se sentó a mi lado y se quedó en silencio un rato mientras me calmé. Como no hizo ni siquiera un gesto de burla que me frenara, tardé un buen rato. Después, se lo conté todo. No sé por qué. Sentí que no tenía nada que perder, al fin y al cabo.
“Acabás de descubrir que el agua moja”, me dijo muy serio después de un rato. “Esa es una mala costumbre del curita que todos en este pueblo le acolitan. Una vez escuché a mi tía decir que los niños de este pueblo somos todos como ofrendas para él. Que a veces hay que hacer sacrificios para que las cosas aquí funcionen bien…”
“¡No puede ser!” Le interrumpí con rabia, dejando pasar de momento las implicaciones del “somos” que usó. “La gente de este pueblo es medio estúpida pero no puede ser tan perversa”.
“Bueno, te diría que le preguntés a cualquiera, pero, nadie te lo va a admitir. ¿Sabés que fue de Adelita?” Me dijo con ironía.
“Decidió hacerse monja y la mandaron para un convento”. Dije yo, repitiendo lo que mamá me había dicho cuando dejé de verla en la biblioteca. Pablo sólo me miró con cara de “en el fondo sí sos un idiota”. Entonces, vi todo claro. Yo estudié con Adelita hasta tercero, era una niña preciosa que siempre estaba sonriendo. Pero después se fue a vivir con su mamá a la casa cural para ayudar en la cocina y con los quehaceres de la Iglesia. A veces la veía en la Biblioteca, pero parecía ausente. Tenía la mirada perdida en el horizonte, ya no sonreía y cada vez que quería hablar con ella, la llamaban a hacer algo. Sí, ¡soy un idiota! “¿Al final la embarazó?” Le pregunté sabiendo la respuesta.
“Mmmmjum”. Fue todo lo que dijo.
“Lo tuyo era sólo cuestión de tiempo, ¿sabés? Todos esos años yendo a la biblioteca…” Me dijo, y yo sentí que se me erizaron los vellos de la nuca. El cura siempre estuvo ahí para recomendarme algún libro y elogiar mi gusto por la lectura. A veces, se paraba detrás de mí por un rato mientras yo leía, hasta que ponía su mano en mi cabeza, desordenaba mi pelo y se iba. Esa mirada que yo creía, era de bondad…
Recuerdo haber sentido que mi corazón se detuvo, se tornó como de metal y se hundió en mi pecho… “¡Mamá! ¿Ella lo sabía?” Me pareció que el suelo se abrió de repente. Pablo levantó sus hombros en respuesta, entonces comencé a llorar desconsolado, no sé durante cuánto tiempo más. En algún punto sentí que sus brazos me rodearon y ahí sí que no pude detenerme. Para cuando terminé, había comenzado a amanecer. Pablo me preguntó si estaba mejor. No supe qué decirle. En los siguientes años, mamá se convirtió en una extraña para mí. Alguien en quién no volví a pensar más que para responder las preguntas cotidianas de si “ya comí” o “a dónde voy”. Casi nunca me detuve a considerar su verdadero papel en los hechos de aquella asquerosa noche, así que tampoco se lo pregunté. Supongo que esa duda fue lo que me permitió seguir viviendo a su lado.
Después, Pablo me soltó: “Bueno, ahora vas a escuchar el resto de la historia”. Le tomó casi dos horas contarme de la alianza entre el cura, Don Pedro, la policía y los alcaldes de los últimos años. Me habló sobre la forma solapada en la que solían tomar el control de todo y repartirse la torta. De cómo despojaron a muchas familias de sus tierras y se apropiaron de negocios, plantaciones y ganado. De sus planes para desviar el río y de toda una cantidad de artimañas con las que les metían terror a los campesinos.
“El cura hace su parte pidiéndole a la gente que aguante con resignación porque así se están ganando el cielo. Y como ves, cada día es más difícil trabajar para ganarse el pan, así que, a las familias de sus niños “ofrenda”, les garantiza que no les va a faltar nada. A menos, claro, que el niño sea calavera como yo, entonces, esa familia tendrá que llegar más lejos para garantizar su supervivencia.” Terminó diciendo con aire enigmático.
Recuerdo que hubo un tiempo en mi casa en que no nos alcanzaba para cenar, sobre todo desde que el tío Gilberto tuvo menos recados y encomiendas qué hacer… Reanudo la marcha, ya frenético, zigzagueando entre los carros porque no puedo perder un minuto más. ¡Mierda! Por poco me llevo un retrovisor. Me quedan unas seis cuadras hasta el Hospital; no voy a disminuir la velocidad ahora.
Pasé los siguientes tres años asociado con Pablo y otros muchachos, aunque de eso nadie se enteró casi hasta el final. Ideamos y ejecutamos planes modestos en los cuales tratábamos de entorpecer todo tipo de negocios y actividades turbias de Don Pedro. Y fuimos buenos haciéndole creer que eran actos desafortunados. En algún punto, además, decidimos que ya era hora de vengarnos del cura, así que lo drogamos, lo llevamos al granero y lo aterrorizamos con la amenaza de cortarle sus preciados genitales. Yo no pude participar, porque el sólo verlo me hacía querer vomitar, pero pasé bastante tiempo estudiando formas de infringirle dolor sin causarle un daño permanente. Después se las enseñé a Pablo, que las ejecutó con tanta maestría que, en pocas horas, lo vimos salir del pueblo a las carreras, sin maletas y sin despedidas.
Después de eso, todo en el pueblo empeoró. Resultó que el cura, a su manera, sí era una especie de mediador que mitigaba los desenfrenos, igual de terribles, de Don Pedro. Y en algún punto cogieron a uno de los nuestros, que terminó cantando todas las notas. Así fue como Pablo y yo le dimos nombre propio a los pequeños infortunios del terrateniente y, por supuesto, se nos acabó el factor sorpresa.
Mi ropa está húmeda, mi intestino se revuelca furioso y otra vez siento mi corazón, más veloz que esta moto, palpitando en mi frente. Ahora me pica la espalda y no me queda más que llegar. Me daré una ducha y me pondré una pijama limpia de las del quirófano. Gisela es una bacana y no me regaña. Acelero y sigo abriéndome paso en un zigzagueo que se facilita con el tráfico detenido.
Antes de esa última misión, mamá se despidió con un abrazo muy largo que me incomodó. ¡Genial! Otro recuerdo que no recordaba. Me miró a los ojos y me dijo con los suyos llenos de lágrimas: “Tú eres lo mejor que tengo, pero no quiero perderte. Mi sueño es que un día te puedas ir de este maldito pueblo y ser alguien respetable que pueda formar una familia a la que sepa proteger. Entonces vas a entender los sacrificios que uno tiene que hacer a veces…” Siento que un peso gigante aplasta mi pecho y no puedo respirar. Piso el freno, pero ya es demasiado tarde. Me voy de frente contra un carro. Un dolor terrible en una costilla del lado izquierdo casi hace que grite. Pero no me detendré. No, mientras la moto funcione.
Acelero y zigzagueo sintiendo que no puedo respirar, pero además abrumado por ese recuerdo recuperado. ¡15 años creyendo que murieron por mi culpa, cuando fueron ellos los que facilitaron mi desgracia! Tantos años empeñado en enderezar un camino que ellos mismos torcieron… Necesito gritar de rabia, de dolor y de desconsuelo, pero entonces, golpeo algo que se eleva por los aires, mientras yo intento frenar y, aferrado a la moto, caigo sobre mi tobillo izquierdo y me deslizo entre los carros hasta llegar a la acera.
Me levanto con dificultad, enderezo la moto, escucho gritos y aunque sé que no debería mirar atrás, lo hago. Y de inmediato, me arrepiento de haberlo hecho. No hay nada que pueda hacer, más que huir. Creo que mi pierna está en carne viva, mi tobillo comienza a hincharse y mi costilla se siente como un puñal, pero, de alguna forma, todo se me hace intrascendente. Me rindo ante el horror del absurdo.
Reanudo la marcha, llego al semáforo en el que debo doblar para llegar al Hospital, lo cruzo en rojo y sigo derecho. Acabo de matar a un hombre. No hay forma de enmendar eso. Experimento el desamparo y el destierro, que, en el fondo, siempre estuvieron ahí, escondidos. Tomo la salida a la autopista, ya con la seguridad de que jamás seré un hombre de bien. Y no me importa.