Doctor Sol


“Listo Juancho. Esta semana renuncio y la próxima organizo todo para irme para allá. Yo creo que puedo firmar para empezar por ahí el 10”. Le dejo una nota de voz a Juanes mientras salgo del parqueadero. El hombre no sólo me ofreció trabajo, sino que me esperó un mes hasta que me decidí. Pero, es que hemos sido amigos desde que empezamos juntos la universidad. ¡Cómo olvidar esas parrandas…!

El recuerdo es grato y viene con el deseo de tomar el primer trago del día... Entonces, me apresuro en recorrer las dos cuadras que me separan de mi lugar de trabajo. Aunque respiro aliviado sabiendo que me queda poco tiempo allí.

Debería celebrar este fin de semana. Tal vez lo haga. Que sea una despedida digna. Decirle adiós al mismo tiempo a un empleo infame, a una ciudad sin alma y a la posibilidad de un amor sincero, bien que lo ameritan.

Ella ya debe de ir por la fase del odio y del desprecio. Aunque lleva dos días sin insistir, no creo que tarde en llamarme para dejarme mensajes furiosos en los cuales me desea lo peor del mundo. Conozco el proceso. No es la primera. Pero, sin duda, será la que más me duela. No fui capaz, ni siquiera, de llamarla para decirle adiós. No hubiera podido. Todo el día estuve tentado en decirle que ese mensaje no era en serio, que en realidad estaría dispuesto a hacer que funcionara, pero tampoco le hubiera hecho eso. Hice suficiente daño al plantearle la posibilidad de vivir juntos. En ese punto descubrí que había llegado demasiado lejos y que era el momento de alejarme. ¡Lo siento tanto mi Lucecita! Pero, créeme: te estoy haciendo un favor.

Al pasar por la cafetería del hospital me doy cuenta de que tengo hambre, pero decido ir por un café de la máquina. La comida de aquí será algo que, definitivamente, no extrañaré. El miserable de Vallejo la abarató hasta volverla repugnante. ¡Ah! ¡Qué gusto me va a dar entregarle mi carta de renuncia!

Subo al quirófano para pedir la programación y cuadrar mi día. Gisela, con su sonrisa infaltable, me saluda pícara: “¿Cómo amaneció el sol más resplandeciente de este hospital?” No sé cómo hace esta mujer para estar siempre de tan buen ánimo, ni para sacarme una sonrisa cada vez que me habla. Las voy a extrañar mucho a todas, bueno, a las que quedan; el imbécil de Vallejo despidió a mucha gente que ya extrañamos.

“Doctor Solecito, hoy el día va a estar pesado, así que prepárese”. Sigue ella, aun sonriendo, mientras me muestra el tablero. “Le pedimos al Doctor Peña que hiciera la colecistectomía de la señora del 15B en la tarde, antes de que se vaya a hacer consulta a la EPS, pero a usted le toca hacer las otras tres programadas, porque no sabemos si hoy si vaya a llegar el cirujano nuevo”. Le agradezco y le pregunto si ya tenemos nuevo anestesiólogo, a lo que me contesta, entrecerrando los ojos, que sí, pero que vamos a extrañar mucho a la Doctora Jackeline. Me doy cuenta de que todo el mundo se enteró de nuestra “pequeña aventura” en el vestidor la semana pasada. En muchos aspectos, un Hospital es justo como un pequeño vecindario. Descubro que mi cara me delata y me despido de Gisela para ir a pasar ronda, pero ella me habla de nuevo.

“Doctor Sol, también llamaron de urgencias porque hay una apendicitis y una obstrucción intestinal, aunque creo que el residente bajó a verlas apenas llegó.”

Asiento y me encamino a las escaleras, mientras escucho a Blanca y a José Luis reír a carcajadas. No preciso súper-poderes para saber de qué. Sólo cedí a un impulso loco. Ese día, después de terminarle a Diana, me moría por un trago. Estuve todo el día fantaseando con la idea de salir a emborracharme apenas terminara mi turno. En cinco meses que estuve con ella, sólo lo hice una vez. Pero para la hora del almuerzo, lo único en lo que podía pensar era en acabar inconsciente en la sala de mi casa, sin esa certeza dolorosa de haber destruido algo valioso. Entonces, Jacke me sorprendió mientras me estaba cambiando. Me contó que estaba muy molesta porque la habían despedido, pero que, al mismo tiempo, ya no tenía que quedarse con las ganas. Cuando volteé para preguntarle a qué se refería, me besó de una forma tan provocativa, que ya no lo tuve que aclarar. El deseo de beber se esfumó, reemplazado por el de embestir su cuerpo. Aun así, alcancé a hilar una frase en la que quería recordarle su inconveniente estado civil, pero, para entonces, ya me había bajado los pantalones y no llegué a pronunciarla.

Desciendo hasta el primer piso y entro a un servicio de urgencias colapsado desde las 7:30 de la mañana. Falta personal, insumos y tiempo. Hay exceso de pacientes, muchos más de los que podemos atender. Si ese maldito fuera médico, tal vez lo entendería. Rocío me saluda y me señala la camilla del fondo, en la que ya está el Residente atendiendo a un paciente muy adolorido.

El Doctor Fonseca justo está haciendo el examen abdominal con mucha seguridad, y comprobando que están presentes todos los signos de irritación de un abdomen agudo. Cuando me nota a su lado se torna algo tímido, pero recupera la compostura y comienza a comentarme los datos del caso. “Él es Javier, tiene 20 años y empezó anoche con dolor en fosa iliaca derecha acompañado de náuseas, vómito…”

Realizo yo mismo el examen y concuerdo con su diagnóstico de apendicitis aguda, por lo que le pido que escriba las órdenes, mientras yo voy a ver al paciente de la obstrucción intestinal. Me cae bien este Residente. Tiene esa dosis de vanidad propia de quién se siente feliz de haber pasado a un posgrado quirúrgico, mezclada con el cansancio característico del que sobrevive a su primer año de especialización. Pero es respetuoso con todos, inclusive con los pacientes, y eso es algo que veo cada vez menos.

Cuando pregunto por el otro paciente, Rocío me dice que ya le descartaron el diagnóstico, así que firmo las órdenes del Doctor Fonseca y subimos juntos al segundo piso a pasar la ronda. Cuando la Jefe Margarita me ve, me dice que por favor vaya a la oficina del Doctor Vallejo, que me dejó razón de que necesitaba verme. “Claro Jefe, cuando termine la ronda.” Le digo. No tengo afán en dañarme el día hablando con ese idiota.

Juancho me escribe que “¡listo!” Que va a hacer todos los preparativos para mi contrato y que ya me buscó un apartamento que queda muy cerca de la clínica. “Avísame cuándo llegas para recogerte. De paso te mando el contacto de una empresa de mudanzas muy buena que te puede traer todo.” Pero yo no tengo gran cosa. Diana se reía siempre que iba a la casa por lo vacía, aunque me dijo que ella estaba “en las mismas” porque todo era de su tía. Creo que puedo pedirles a las muchachas que me ayuden a vender la nevera, la lavadora y la cama. ¡Qué me voy a encartar con eso para otra ciudad! Con los libros y la ropa es suficiente.

El interno ya revisó a todos los pacientes de cirugía de este piso y se sentó a hacerles la nota de evolución. Se ve terrible para esta hora de la mañana, con su bata sudada y sus zapatos destrozados. Me recuerda mis propios tiempos del internado, pero, en mi caso, algunos Doctores con los que roté me habrían dado un sermón sobre, cómo el aspecto y la apariencia, también son una forma de respeto hacia el paciente. Y me habrían sacado de sus rondas al verme en ese estado. Aunque, por más difícil que haya sido ese momento para mí, yo no tuve que trabajar de noche para poder estudiar, como ha tenido que hacerlo este muchacho. Tendré que buscar la forma de hacerle la recomendación antes de irme, pero con mucho tacto para que no se sienta mal.

Cuando nos ve, se pone de pie, nos saluda respetuoso y me cuenta que el paciente de la herniorrafia de ayer, tuvo fiebre anoche, pero que deben estar por llegar los resultados de los exámenes que le tomaron esta mañana. También me pregunta si ya se puede dar de alta a la señora de la pancreatitis y si le vamos a retirar la sonda al paciente del trauma de tórax de la semana pasada. El chico es bastante piloso, excepto para escribir, porque no anota en las evoluciones todo lo que me está diciendo, ni me responde gran cosa cuando le hago una pregunta. Parece que le cuesta un montón concentrarse. Cuando llegó al servicio, pensé que estaba haciendo un síndrome de abstinencia a alguna sustancia, o que tenía una enfermedad psiquiátrica. Ahora creo que puede ser agotamiento combinado con alguna vaina endocrina. No es normal sudar de esa forma.

“Listo, vamos a hacer lo siguiente”. Les digo. “El Doctor Fonseca sube al pasar la ronda del segundo piso y usted, Ignacio, termina las notas que está haciendo. Yo voy a ir a ver a los pacientes y ya le confirmo lo que me está preguntando. En un rato subo y veo a los de arriba. Después tengo que ir a la oficina de Vallejo y luego averiguamos si ya pasaron al paciente del apéndice, aunque si nos llaman antes, subo con el Doctor Fonseca a operarlo e Ignacio se queda terminando la ronda. ¿Está claro?”

“Sí Doctor.” Me responden ambos, el uno entusiasta, el otro con resignación. “Tranquilo Ignacio, en la tarde lo dejo que saque la sonda y me puede acompañar a todas las cirugías programadas”. Le digo al interno.

“Gracias Doctor, está bien. Lo que pasa es que le tengo que pedir un permiso porque tengo cita médica a las 11 de la mañana. Entonces, apenas termine la ronda, me vuelo para allá”. Me dice algo apenado.

Le respondo que no hay problema, que regrese entonces, después del almuerzo, y se vaya directamente para los quirófanos.

Hago el recorrido por las habitaciones buscando a mis pacientes, los saludo, los reviso y concuerdo con las opiniones del chico. ¡Qué fácil hacen el trabajo los estudiantes cuando son juiciosos! Lo mismo va a pasar en el segundo piso con el Doctor Fonseca. ¡Pero hay que ver la lata que me dan cuando resultan ser unos petardos! Entonces es agotador. Definitivamente hacer docencia no es para todo el mundo. Me acuerdo, con alivio, que la próxima semana empiezan otros tres residentes que ya no voy a conocer…

La enfermera que me abordó en el ascensor la otra vez, me saluda y me agradece la recomendación que le di. ¿Cómo es que se llama…? Me dice que ya la situación se resolvió, que ayer le hicieron “el procedimiento” a su hermana y que le fue muy bien. Le pregunto si al final pudo aclarar todas sus dudas y ella responde que sí, que ya estaba muy segura de lo que quería. Le digo que me alegro por ella. Hasta cierto punto.

Me parece un avance que sea legal y posible que una mujer decida que no quiere ser mamá, pero, al mismo tiempo, me causa un gran conflicto. Cuando me preguntan, yo siempre les digo que es su derecho, pero que se lo piensen bien, sin precipitarse. Considero que, para algunas de ellas, que lo hacen porque creen que no tienen otra alternativa, lidiar con las consecuencias de esa decisión, puede ser hasta más difícil que con el hijo mismo. Yo, por lo menos, no podría. No soy religioso, pero siento que eso está mal. Dudo de mis capacidades como padre, pero estoy seguro de que preferiría responder por un bebé, antes que hacerle eso.

Hay pocos pacientes de cirugía en el segundo piso, así que terminamos la ronda más rápido de lo que calculábamos.

Toca ahora ir a ver al desgraciado de Vallejo. Entro a su oficina y se para a saludarme como si, de verdad, le diera gusto verme.

“Doctor Soler, siento apartarlo por un momento de sus labores, pero debo anunciarle que ya no requerimos de sus servicios en nuestro hospital”. Me dice, al tiempo que sonríe con condescendencia y me entrega la carta de preaviso. ¡Maldito desgraciado! Hago un esfuerzo enorme para no elevar el volumen de mi voz cuando le pregunto la razón de mi despido.

“Como ya le he dicho varias veces, necesitamos colaboradores más afines a nuestros intereses. Usted se niega constantemente a adherirse a nuestras directrices, para alcanzar los objetivos que nos hemos propuesto.”

Trato de calmarme, pero no puedo controlar lo siguiente que sale de mi boca.

“Usted es un maldito desgraciado sin integridad y sin ética”. Comienzo. “Diga las cosas como son. Quiere que yo me quede tranquilo y no diga nada, mientras usted pone en riesgo a los pacientes. Lo único que le interesa son las ganancias y pretende generarlas a costa de mi trabajo y de mi reputación. Mientras que a mí me interesa que mis pacientes se restablezcan pronto, a usted le conviene que se compliquen para alargar sus estancias hospitalarias, porque así demandan más recursos. Y no contento con eso, en lugar de insumos de calidad, está comprando una mierda muy barata que también los pone en riesgo, además de despedir a un montón de profesionales serios y comprometidos, cuyo único fallo fue intentar seguir haciendo bien las cosas”.

Para este punto, me doy cuenta de que estoy gritando, pero no puedo detenerme. ¡Cómo quisiera un trago ahora!

“Usted es un peligro. Me da lástima de las personas que van a quedarse aquí para tolerar sus arbitrariedades. Y me da más lástima usted que no tiene ni idea de las implicaciones de las decisiones que toma. Yo debería haberme ido hace mucho tiempo. Pero al menos, no voy a volver a verlo nunca”.

Me apresuro a salir cuando noto que estoy apretando los puños. No me considero un hombre violento, ni siquiera cuando bebo, pero ahora estoy fuera de mí. Igual que Jacke, me encantaría liberar “las ganas”, pero de quitarle esa maldita sonrisa de la cara. ¿Cómo es que terminé por darle el gusto de despedirme, justo ahora que decidí que me voy?

El sapo de Benjamín me alcanza en el pasillo y me pide que por favor le firme el recibido de la carta de preaviso. Una vez más me pregunto cómo pudo la Junta reemplazar a Doña Beatriz por este engendro servil. Una cosa más que ya no importa.

Llamo al quirófano para ver si está listo el paciente de la apendicitis, pero me dicen que en media hora. Decido caminar hasta la esquina para comer algo antes de la cirugía. Mi rabia va en descenso, pero sigo queriendo un trago con la misma intensidad.

Hace seis meses llegué a mi punto más bajo, con unas cuantas resacas que me hicieron casi dolorosa la jornada laboral. Menos mal Peña me echó una mano, literalmente. Hasta me animé a ir a una de esas reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero me sentí patético. Yo no soy un alcohólico. Después conocí a Diana y resultó que no necesitaba beber. Sólo lo hice cuando vino Juancho, que llegó al apartamento con el mejor whisky y con ganas de que reviviéramos viejos tiempos, como antes de que él se casara y tuviera a los niños. Me imaginé que quería darse una “cana al aire” estando fuera de la ciudad, así que ni modo de decirle que no.

Aunque esa noche no hizo si no hablarme de Magdalena, porque se la encontró en el restaurante de la Avenida. “¡Cómo está de buena! ¿No te dan ganas…? Apuesto a que, a una señita tuya, se te tiraría encima, igual que quieren hacer todas las mujeres con vos. Si yo estuviera soltero…” Le dije que era un exagerado mientras nos servía otra copa. Ya empezábamos a hablar arrastrado y a reír más de la cuenta. “En serio Pipe, con todo lo que te gustaba en la u –y eso que, en ese tiempo no se veía como ahora-, ¿no te dan ganas de hacerle una invitación de esas que duran toda la noche?”

“No, hermano, la verdad no. Ella está en esa EPS a la que a veces va Peña a hacer consulta, pero también le está haciendo la auditoría a Vallejo en el hospital y yo no quiero tener a nadie en común con él”. Le dije yo sintiendo que me empezaba a costar hilar las frases.

“¿Cómo así? ¿Vallejo se la está tirando?” Me preguntó sorprendido. Le dije que no sabía. De hecho, no se me había ocurrido. Nunca me imaginé a Vallejo con una mujer. Le dije que él, seguramente, era más del tipo de masturbarse mientras se refregaba el cuerpo con billetes, cheques o escrituras. Entonces empezamos a reírnos a carcajadas. Me abstuve de contarle que no confío en ella. No desde que supe que le dijo a todo el mundo del beso con David en la fiesta de la Facultad. Me dolió mucho cuando Jessica me contó que había sido Magdalena, sobre todo porque yo estaba muy borracho esa noche. Todavía me acuerdo y me enojo. Y pensar que me gustaba tanto…

Tampoco le quise contar que estaba saliendo con Diana. Supongo que, al ocultárselo a mi mejor amigo, estaba evitando darle el estatus de relación seria.

Tengo que volver para la cirugía, pero sigo pensando en ese trago. El Domingo termino el contrato y me voy a celebrar en grande a mi casa. Pero hoy tendré que aguantarme las ganas.

Peña va a ir a hacer consulta en la tarde y la va a ver. Me encantaría que me dijera cómo está. Pero, ¿para qué? ¿De qué serviría?

Mientras me lavo las manos y me preparo en el quirófano, me acuerdo de la primera vez que la vi y de la forma en que me sonrió. Esa mujer es muy especial. Tan alegre, tan dulce y amable en su trato, pero sin esa coquetería frívola que suele caracterizar a muchas de esas chicas… Fui a la EPS a hacer la consulta de Peña porque él me pidió el favor, y resultó ser ella quién debía gestionarme los pacientes. Cuando tuve que volver, decidí que ya no lo haría más, porque ese ambiente de allá es un asco, así que me atreví a invitarla a salir y ella aceptó.

Nunca había estado con una mujer así: tan honesta, tan natural. Alguien que, a pesar de haber tenido una vida muy dura, no está llena de amargura y demuestra una gran energía. Me es fácil ver ahora por qué también yo me entusiasmé y hasta llegué a hacer planes imposibles con ella.

La apendicectomía sale muy bien y muy rápido porque no está perforada. Le pido al Doctor Fonseca que termine de cerrar la piel, mientras cruzo algunas palabras con el Anestesiólogo nuevo. Siento algo de pena por él, que apenas está llegando a este hospital en ruinas.

Salgo a hacer la nota de la cirugía y viene Gisela a presentarme al Cirujano nuevo, un tal Doctor Mendieta. Le doy la bienvenida con el mismo ánimo que al Anestesiólogo. Acordamos que yo voy a hacer las cirugías programadas de la tarde y él se queda pendiente de las que puedan llegar por urgencias.

Me quedo un rato pensando si debería pedir un domicilio o salir hasta la Avenida para buscar el almuerzo. Me decido por la segunda opción. No me anima tanto caminar con este calor, pero tampoco quiero quedarme sin necesidad en el hospital. El problema de un día como éste, en el que además el turno parece estar tranquilo, es que me queda mucho tiempo para pensar. Y pensar siempre me lleva a querer beber.

Decido entrar al lugar en el que venden los corrientazos grasosos, porque no hay mucha gente y tienen una gran pantalla en la que están pasando las noticias, aunque no logro enfocar mi atención en ellas. Me paso todo el almuerzo en un debate interno: quiero una cerveza, pero no debo tomarla. Tengo una cirugía en 45 minutos y no puedo ser tan irresponsable. Pero, será solo una cerveza… que estará en mi sangre casi dos horas. Pero, me acompaña un residente… que apenas está empezando su segundo año. Pero, alguien podría verme… y ¿qué van a hacer? ¿despedirme?

Peña me escribe y me pregunta dónde estoy. Ya le contaron que me despidieron y quiere hablar conmigo antes de entrar a la cirugía de la vesícula. Le digo que apenas vuelva, lo busco.

Gisela me escribe que Benjamín me está buscando para que le dé unos datos que necesita para organizar la liquidación y que no puede creer que me hayan despedido y yo no les haya contado. ¡Como si no volaran los chismes! Aunque éste les llegó en diferido, hay que reconocerlo. Ya me parecía raro que no hubieran hecho algún comentario durante la apendicectomía.

Cancelo la cuenta en la caja, dónde una chica morena muy maquillada me mira de forma provocadora y me dice que fue un placer atenderme, “que por aquí a la orden lo que necesite”.

Un momento después, Gisela me escribe que cancelaron mi cirugía porque llegó un paciente con un trauma de tórax -que se metió a operar el Doctor Mendieta-, mientras que, en el otro quirófano está el Doctor Peña con la colecistectomía. Supongo que en los demás estaban los ortopedistas y los obstetras, como vi en la programación por la mañana. Le contesto a Gisela que puede ir comprando la matica de ruda para contrarrestar la mala espalda del cirujano nuevo, a lo que me contesta con cinco emoticones llorando.

Emprendo el camino de regreso lamentando no haberme tomado esa cerveza…

Me asalta el impulso de llamar a Diana. Quiero saber cómo está. Saber si me odia. Explicarle que lo que siento por ella es sincero, pero no puede ser. No soy bueno ni constante. Si siguiéramos juntos le haría más daño. Más que este que le estoy causando ahora.

Le pregunto a Gisela si el interno y el residente se metieron a la cirugía del trauma de tórax, pensando en la posibilidad de retirar la sonda que quedó pendiente esta mañana. Me dice que el Doctor Fonseca está en la cirugía pero que al interno no lo ha visto. Igual por ahora no hay forma. Quizás más tarde, en algún espacio entre las cirugías programadas, en las que, seguramente, Ignacio va a aprovechar para preguntarme muchas cosas. Hace rato no veía a un estudiante tan aventajado en anatomía. El residente, a ratos, hasta lo mira sin poder disimular la rabia.

Decido ir directamente por un café a la máquina de la entrada para tomármelo en la sala de descanso que, extrañamente, está vacía. Recuesto por un momento mi cabeza en el sillón, elaborando un listado rápido de todas las gestiones que tengo que hacer la próxima semana, antes de irme a vivir indefinidamente a otra ciudad. Me siento cansado.

Vuelvo a estar en mi cama, abrasando a Diana y sintiendo cómo late su corazón contra mi pecho. Todo lo demás desaparece, incluyendo mi deseo de beber. Entonces, empiezo a escuchar el tema de La guerra de las galaxias, mientras me veo a bordo del Halcón Milenario. Miro a Diana para ver si ella también notó cómo se transformó la habitación, pero, quien yace junto a mí ahora es Chewbacca. Despierto con un sobresalto y contesto el celular.

Todavía, medio atolondrado por el sueño, oigo desde lejos a Gisela, que me pide, algo acelerada, que baje a urgencias a ver a un paciente. Le digo que sí como autómata y le cuelgo. Tengo que buscar un café. ¿Cuánto tiempo me dormí? Ya me había escrito varios mensajes…

Vuelvo a la máquina expendedora agradeciendo mentalmente no haber silenciado mi celular para la cirugía de esta mañana, de lo contrario me habría quedado ahí, durmiendo, quién sabe cuánto tiempo. Casi nunca me acuerdo de volverle a subir el volumen.

Para cuando bajo a urgencias ya me he tomado el café y Rocío me señala el paciente en la primera camilla, antes de salir apresurada junto con el médico y otras auxiliares. Parece que algo inusual está pasando afuera.

Reconozco al paciente. Fue el señor que operé hace dos semanas. El mismo con el que sufrí tanto por esos insumos de mierda que me pusieron en el quirófano para operarlo. Hice lo mejor que pude mientras enumeraba en mi cabeza todas las posibles complicaciones que podría llegar a presentar, así que le agradecí a la vida cuando lo pude dar de alta en buenas condiciones. Pero parece que la suerte no le alcanzó para todo el proceso posoperatorio. Se ve terrible.

Mientras me aproximo a la camilla, escucho un gran alboroto afuera. En definitiva, está pasando algo grave. Cambio de dirección hacia la salida y veo entrar a Rocío corriendo, intentando limpiar su nariz que está sangrando. Llega hasta el puesto de enfermeras, levanta el teléfono y dice por el altavoz, intentando, sin éxito, utilizar un tono calmado: “Código azul en urgencias. Repito: Código azul en urgencias”.

Salgo corriendo a la sala de reanimación, adónde acaban de llegar con un paciente enorme, debe pesar como 140 kilos. Ya el médico de urgencias le está haciendo el masaje cardíaco mientras la Jefe lo ventila. Relevo al médico en las compresiones, mientras veo llegar a Rocío, aún con su nariz sangrante, para hacerse cargo del carro de paro y alistar el desfibrilador, al tiempo que tres auxiliares van de un lado a otro para canalizar venas, preparar medicamentos y disponer dispositivos médicos. Me pregunto si tendremos elementos del tamaño que requiere este paciente tan voluminoso. La intubación va a ser una pesadilla.

Parece que justo eso mismo está pensando el médico de urgencias -ahora a cargo de la vía aérea- porque lo oigo pedir, después de ordenar la primera descarga, que por favor alguien llame a ver si puede bajar algún anestesiólogo.

El internista me releva en las compresiones, así que me escurro rápidamente hacia un lado, a tiempo para ver cómo la nariz de Rocío se empieza a hinchar de manera tal, que no queda duda de que se rompió el tabique. Por la puerta veo que pasa el vigilante llevando a un paciente muy agitado en una silla de ruedas. La Ginecóloga se alista para relevar al internista en el masaje cardiaco después de la siguiente descarga. Entonces, le quito las paletas a Rocío y la mando a que vaya a ponerse hielo para detener su sangrado nasal.

Después de la tercera descarga y para alivio de todos, el paciente tiene pulso. Dejo a un lado las paletas y miro en qué más puedo ayudar, pero no me siento útil. Parece que se trata de un infarto: el internista ya empezó a analizar lo qué se sabe sobre este caso.

De reojo veo que la Jefe acaba de pasar con un paciente completamente inmovilizado. Me pareció ver su cara ensangrentada. Un politraumatizado, ¡justo en este momento! Alguien acaba de tumbar al suelo un montón de cosas en el servicio. Les debe estar costando inmovilizar al paciente agitado de la silla.

De repente, el loco del Ospina se asoma a la puerta y nos dice sonriendo: “No van a creer a quién acaban de traer”. Miro al médico como preguntándole si él sabe quién puede ser, pero me devuelve la misma mirada extrañada.

Llega Benitez, el anestesiólogo, seguido de una Rocío cada vez más hinchada y con una expresión extrañamente sombría. Aunque al menos ya no sangra. Se para en la puerta y le dice al médico de urgencias algo apenada, como si tratara de que sus palabras no tuvieran la connotación de una orden: “Doctor, lo necesitamos allá”. Entonces, el tipo mira interrogante al internista que le dice, haciéndose cargo del paciente: “Claro hombre, ¡vaya!”

Salgo un momento para tomar aire, pero me toca esquivar un montón de camillas en el pasillo. Esto está a reventar. Y, probablemente, con los tres pacientes que acaban de traer, va a ser muy poco lo que se pueda hacer por estas personas en lo que queda del turno. Es posible que me hayan cancelado también las otras cirugías programadas. Muy absurdo que, habiendo tantos quirófanos, no tengamos personal suficiente para usarlos.

El panorama afuera es de no creer. Hay una ambulancia detenida casi en la puerta de ingreso. El vigilante me dijo que el paciente obeso era el conductor y que él pensó que lo iba a atropellar, parado, como estaba, en ese mismo punto. Me dijo, además, que el tipo que golpeó a Rocío también venía ahí, trayendo a otro que sufrió un accidente y que parece que trabaja aquí en el hospital. No me dijo quién. ¡Qué locura!

Llamo a Gisela para averiguar cómo va todo allá arriba, mientras escucho al sapo de Benjamín preguntarle al vigilante por un maletín, el cual se va y le abre la puerta de la ambulancia. ¡No entiendo nada! Gisela me dice que las cosas no van bien por allá. Dice que la cirugía del trauma de tórax se complicó tanto que, a Peña, cuando acabó la cirugía, le pidieron que entrara a ayudarle al cirujano nuevo. Luego me dice que me tiene que colgar para alistar el otro quirófano, pero me pregunta, misteriosa, si no me han llamado para evaluar al politraumatizado que llegó hace poco.

Cuando entro, noto algo menos de caos, si es que eso es posible. El paciente obeso está estable, al de la silla lo sedaron y lo metieron al cuarto de lavado gástrico porque no hubo dónde más ponerlo, y Rocío ya se está aplicando hielo mientras discute con alguien. Le deseo suerte al pobre diablo. Cuando me acerco, veo que es uno de esos médicos que atienden a la gente en la casa. Se va muy enojado a un costado para hacer una llamada desde su celular.

“¿Puede creer a este tipo, Doctor Soler? Que dizque se tiene que ir ya, ¡sabiendo que nos acaba de traer a tres pacientes graves sin acompañante!” Me dice muy enojada mientras pone los ojos en blanco. Por toda respuesta, tomo la mano en la que tiene la bolsa de suero congelada y se la llevo de nuevo a la nariz. Ella me sonríe y se calma un poco.

“¿Sabes dónde está el paciente politraumatizado?” Le pregunto. A lo que se quita otra vez la bolsa de hielo de la cara y me mira, de nuevo, con esa expresión sombría. “Le estaban haciendo imágenes, pero escuché que el ortopedista lo iba a subir al quirófano para que lo vieran el cirujano y el anestesiólogo”. Hace una pausa, baja la voz y me pregunta muy seria: “Doctor Soler, ¿usted es capaz de operarlo?”

Mi primer impulso es reír, pero no entiendo qué quiere decir. ¿Por qué esta señora está dudando de mis capacidades? Siempre me he sentido respetado por todos aquí como profesional. De hecho, todo el equipo me demostró su respaldo, de una u otra forma, cuando empecé a manifestar mi inconformidad con las decisiones, cada vez más arbitrarias, que se tomaron en los últimos meses. En parte, esa ha sido la razón de que todavía no hubiera renunciado.

Ella se queda esperando una respuesta que no tengo, hasta que la llaman de una de las camillas del fondo. Decido subir para ver cuál es la razón de tanta desconfianza. ¿Estará muy grave? ¿tanto como para poner en duda mis posibilidades de intervenirlo?

Mientras espero el ascensor, me doy cuenta de la hora. Perdí la noción del tiempo con esa siesta imprevista.

Al subir, veo que Gisela me escribe que me están esperando; que ya el quirófano está listo. Dice que hicieron mucha fuerza para intentar que fuera el cirujano nuevo o el Doctor Peña quien se hiciera cargo, pero que no han podido salir de la otra cirugía y hasta hubo que gestionarle una transfusión a ese paciente.

Ahora entiendo menos. Pero, ¿si yo estoy disponible?

Sin perder más tiempo, llego al quirófano y me encuentro al loco de Ospina lavándose las manos. Está cantando muy alegre mientras lo hace. Cuando me ve, me dice: “Soler, ¡no jodás! ¿Vos lo vas a operar?” Y se empieza a reír bajo su tapabocas.

Me obligo a respirar profundo porque me siento perdido: “Haceme un favor: poneme en contexto porque no sé nada: ni siquiera sé de qué hay qué operarlo”. Le digo con impaciencia.

“Tranqui hermano”. Me dice. “Es que le mandamos el resultado al nuevo con la esperanza de que lo operara él, pero no han podido salir de la otra cirugía. Gisela fue a mostrarle el resultado de las imágenes y los dos manes allá estuvieron de acuerdo: tiene un trauma cerrado de abdomen con compromiso esplénico y de riñón izquierdo. Además, el intestino no se ve bien en la imagen, quedó dudoso.”

Empiezo a entender, aunque no por completo. Nada de eso supera mis posibilidades quirúrgicas.

“¿Y vos qué? ¿qué se fracturó?” Le pregunto, mientras le escribo a Gisela para que me mande esas imágenes.

“Se volvió añicos dos cervicales y el hombro izquierdo. Muy mal pronóstico güevón. Ahí están viendo si puede subir el neuro”. Me responde serio, aunque después se vuelve a reír al mismo tiempo que se seca las manos.

Mientras reviso las imágenes que me envía Gisela y confirmo el dictamen de mis colegas, algo se me hace familiar en la identificación, pero me distrae Ospina que sigue hablando al entrar al quirófano: “En el fondo me alegra que seas vos el que lo opere, güevón. No todos los días puede uno ser testigo de semejante acto de justicia poética”.

Decido entrar de una vez. Necesito averiguar por fin qué pasa con este paciente. Todos están exultantes, parecieran tener los efectos de alguna sustancia que dispone el ánimo para reír y hablar en voz alta. Excepto Gisela que, cuando me ve llegar, les pide a todos que sean profesionales y demuestren respeto. Ospina habla con el anestesiólogo que debe ser otro nuevo, mientras Karen organiza el equipo y nos pregunta si utilizaremos algunas piezas específicas de instrumental quirúrgico y nos informa que debe reemplazar tal cosa que no hay, por otra, medio parecida. José Luis, sin hacer caso a Gisela, se sigue riendo mientras dice algo sobre el karma y empieza a abrir los paquetes de gasas estériles.

Me paro a un metro de la mesa de operaciones, desde donde observo un cuerpo desnudo que recorro de los pies a la cabeza. Cuando reconozco su rostro, un sudor frío baja por mi espalda, al mismo tiempo que experimento una piloerección generalizada y un deseo gigantesco de evacuar todo lo que hay en mis intestinos. Puedo entenderlo todo. Nadie aquí ha puesto en duda mis capacidades quirúrgicas, aunque sí qué tan profesional puedo llegar a ser teniendo a mi merced al hombre que más he detestado en mi historia reciente. Pero lo cierto es que, viéndolo en ese estado, yo no lo pongo en duda. Resultó que el maldito gusano de Vallejo también era un ser de carne y hueso capaz de quebrarse y de venir a necesitar todo eso que se dio el lujo de negarle a este hospital.

Respiro profundo y pienso que debo ponerme en movimiento. Tengo que lavarme las manos y prepararme, mientras calculo cuál será el mejor abordaje. Pero, antes de que llegue a hacerlo, Vallejo abre sus ojos y encuentra los míos. Puedo ver que está aterrado, y, aun así, se las arregla para que en su mirada haya algo amenazante. Karen le avisa al anestesiólogo, que se apresura a sedarlo.

Salgo a lavarme las manos con dificultad, porque cada uno de mis pies pesa una tonelada. ¡Maldita sea! En toda mi vida, nunca había deseado tanto un trago…

Volver al inicio