EL LECHÓN


“Álvaro, prométeme que me llamarás si te sientes mal”.

No puedo dejar de pensar en Cecilia, cuando se despidió de mí esta mañana con aire preocupado y un beso en la mejilla. “Claro que sí mi amor…” Le contesté yo, con la misma sonrisa fruncida y forzada que fijé en mi cara desde hace un mes, cuando el dolor en el pecho se volvió parte de mi existencia.

No hubo nada inusual en esa despedida. Hace treinta años, Dios me bendijo con una maravillosa esposa que pasa casi todo su tiempo preocupándose por algo -casi siempre por mí-, y que en los últimos años ha empezado a mirarme con sus bonitos ojos cafés, como si yo fuera una bomba que tarde o temprano va a estallar. Ella sabe, o sospecha, que no estoy bien, aunque crea haberme vuelto un experto en aparentar lo contrario.

Ya casi termino de reunir el dinero necesario para la universidad de Cata, mi niña mayor, que de niña ya no tiene nada y que empezará la carrera de Derecho el próximo año. Después de varios años de trabajar incansablemente, y de doblar turnos cinco o seis días a la semana, me siento muy orgulloso de asegurar el futuro de mi muñeca. Ella ha sido una estudiante excelente, y sé que va a aprovechar todo el dinero que reuní para su carrera en una universidad privada. Pero ahora hay que hacer lo mismo por Sara, aunque esa sí es “tremenda” y dice que no quiere estudiar. No puedo bajar el ritmo de ahorro; así trato de convencerla en estos tres años para que se interese en algo.

Esta semana la idea es hacer turnos dobles, menos el jueves, que tengo cita con el Doctor Vásquez. Sé que me va a regañar y tal vez hasta me quiera hospitalizar, pero de eso nada. Cecilia me mataría. ¿Cómo le digo que tengo este dolor en el pecho desde hace un mes, y que cada día me cuesta más respirar? Con estos turnos estoy llegando tan tarde, que suelo encontrarla dormida. Es lo mejor: cada vez me es más difícil aparentar que nada me pasa. Y en su mirada de hoy, sospecho que ella lo sabe, pero tiene miedo de que se lo confirme. Tal vez debería decírselo, aunque me arrastrara de inmediato a urgencias. Bueno, lo de arrastrar es una forma de hablar, no creo posible que alguien pueda mover mis 132 kilos. Ah, pero ella puede, sólo con una mirada de reproche en sus bonitos ojos cafés.

La amé desde el primer día en que la vi. Hacía poco había empezado en la empresa como conductor de ambulancia y me sentía muy animado respecto al futuro, así que, cuando la conocí, en el matrimonio del primo Manuel, no tuve problema en hablarle. La hice reír, la invité a salir y luego la convertí en mi esposa. No sé cómo habría sido mi vida sin ella. Ahora tenemos una casa que es nuestra, dos hijas saludables e inteligentes y un perro. Resultó que tenía razón con respecto a mi futuro; he conservado el mismo trabajo durante más de treinta años y no lo cambiaría por otro. No cambiaría nada. Aunque no me molestaría quitarme unos cuantos kilos de encima… unos cuarenta para empezar.

He sido obeso desde que recuerdo, como lo fueron y han sido todos mis familiares. Me criaron con tanto amor como comida, y mi peso nunca fue un conflicto hasta que empecé la vida escolar. Siempre hubo otros niños que querían burlarse y ofenderme por lo gordo, pero desde el principio me lo tomé con humor, así que ya no podían disfrutarlo. El más cruel de todos se llamaba Pedro y me odiaba porque la niña que le gustaba siempre se estaba riendo de mis bromas, mientras que a él lo ignoraba. Cuando estábamos por terminar la primaria, me puso como apodo “el lechón”, pero lejos de herirme, me encantó. Recordaba los pequeños cerditos que tuvo mi abuela durante unas vacaciones que pasé con ella en el pueblo, y me cautivaba la idea de parecerme a uno de ellos. Para cuando terminé el colegio, ya nadie me decía Álvaro, sólo los profes. Al final, Pedro tuvo éxito en ponerme un apodo, pero a la única que ofendió con ello fue a Cecilia, que lo considera humillante y nunca ha podido comprender cómo es que a mí no me molesta.

El dolor detrás del esternón sigue aumentando, así que empiezo a respirar despacio, mientras espero a un cambio del semáforo y ruego internamente que disminuya pronto de intensidad, como siempre. Miro de reojo para ver si Simón lo nota, pero no deja de hablar de su nuevo novio y de lo maravilloso que es. Lleva todo el turno contándome las virtudes de un tal José Luis y va poniendo tal cara de borrego, que, estoy seguro, si tuviéramos un accidente, él sólo saldría flotando por la ventana sin darse por enterado. Mejor así. Puedo descansar al menos de mi falsa sonrisa tranquilizadora. Siento que una lanza me atraviesa de adelante hacia atrás y me aplasta contra el asiento de la ambulancia. Simón se ríe de algo gracioso que pasó en el cine anoche, y yo intento ponerle atención y alegrarme por él, pero no logro seguirle el cuento.

“Móvil 10, repórtese”. Escucho que llaman de la central.

“La móvil 10 reportándose”. Responde de inmediato Simón, todavía riendo.

“Móvil 10: Por favor se desplazan a Laureles a trasladar a una paciente que dejó en espera la 236. Hay que llevarla al Hospital Central. Dijo la médica que está estable, pero requiere oxígeno.”

“Enterados”. Responde Simón.

“Con este acabamos”, me dice. No me molesto en recordarle que a mí me queda otro turno por delante, porque seguramente ya lo sabe. Todos lo saben. No dudo nunca en aceptar la solicitud de mis compañeros para reemplazarlos, cuando necesitan tiempo libre, o de la empresa, cuando les falta personal para cubrir algunos horarios. Por eso me aprecian aquí. Es más, yo diría que me quieren. Nunca he oído que alguien se burle de mí, ni tampoco ha habido quejas sobre mi trabajo. He procurado ser muy delicado al manejar, aunque sea a toda velocidad y haciendo fuerza para llegar antes de que los pacientes se mueran.

Y ahí está otra vez ese mal recuerdo. Mientras escucho a Simón reanudar el asunto de la noche anterior, no puedo evitar rememorar ese turno tan triste en el que llegamos demasiado tarde. La Médica salió a decirnos que ya no nos necesitaba, que la paciente había muerto. No levantó la voz, ni usó un tono de rabia o acusación al hablar, pero el dolor y la impotencia en su mirada nos dejó fríos. Después, supimos que llevaba tres horas esperando la ambulancia y que la paciente no estaba tan mal al principio, pero luego se fue deteriorando hasta que le hizo paro, y ella trató de reanimarla sola por veinte minutos, sin éxito. La vaina es que Andrés y yo estuvimos en la ambulancia por lo menos dos horas, estacionados cerca del Hospital Central sin nada qué hacer. Después de eso, fue muy duro encontrarnos con esa médica, y hasta estuve cruzando los dedos para no tener que compartir algún turno con ella, pero hoy Alonso nos saludó con el chisme de que ya renunció. Era de esperarse.

Esa mirada tenía algo en común con la de Cecilia hoy. Había dolor en ella. Sin duda sabe que no estoy bien. Además de la preocupación habitual, también había impotencia en sus ojos. Voy a tener que decírselo. Pero en la noche. O mañana.

Mentir es fácil para mí; basta con decir algo en son de broma, para que quede la duda de si hablo en serio o no. Eso sí, nunca miento sobre cosas importantes. Desde el principio solía trabajar más de la cuenta, pero le decía a mi esposa que era por requerimiento de la empresa. Y cada vez que tuve un achaque, solía decirle que había consultado con los médicos del trabajo para no tener que pedir permiso, y le juraba que ellos me prescribían el tratamiento que requería. Una vez me desmayé y me encontraron con la presión alta, así que les dije a los compañeros que ya estaba en controles de salud. Unos y otra me creyeron siempre, en parte, supongo, porque jamás falté a mis obligaciones. Hasta que llegó un momento en el que no pude mentir más, y tuve que consultar y empezar de verdad a tomar medicamentos y a cuidar la alimentación, y todas esas cosas aburridas que se supone, mejoran la salud, pero hacen que uno no vuelva a tener vida.

Con los años, continué aumentando de peso y aparecieron muchos problemas crónicos que intentaba resolver con más de cinco pastillas diferentes que, en suma, confundía u olvidaba, así que seguí mintiendo. Comía mucho más que lo que Cecilia me empacaba y me movía mucho menos de lo que ella creía. Los días de descanso estuvimos saliendo a caminar durante algún tiempo, pero luego hubo que aprovechar mejor ese momento tan escaso en visitas y planes familiares que, con las niñas, terminaban por incluir, irremediablemente, el tipo de comidas que yo debía evitar. Además, estaba muy ocupado para asistir a los controles de la presión.

Cada año, durante las vacaciones, lo primero que hacía Cecilia era llevarme al médico para hacerme los exámenes, pero los resultados solían ser peores que el año anterior, así que el resto del tiempo libre, se la pasaba riñéndome para que comiera ensaladas y me moviera más, aun cuando salíamos de viaje en familia. Después, las niñas crecieron y se negaron a repetir tales experiencias, demostrando la misma determinación que su madre. Fue el fin de las vacaciones. Hace cinco años que las acumulo y saco sólo algunos días esporádicos, cuando los sermones maritales llevan a ese tema.

Supongo que, en algún punto, Cecilia se dio por vencida y se resignó a verme cada vez más gordo. Ahora me siento enfermo de verdad, y sigo mintiendo porque no quiero que en mi casa se preocupen o me obliguen a dejar de trabajar. Me quedan menos de diez años para pensionarme, y espero poder seguir doblando turnos para mejorar mi casa y que mis hijas sigan estudiando. No voy a detenerme por este dolor. Esta noche le voy a contar a Cecilia y le digo que tengo cita el jueves; así me cree que no es grave y que me estoy cuidando.

El dolor comienza a darme tregua en el momento justo, cuando debemos bajarnos de la ambulancia y entrar por la paciente. Me estaciono y respiro aliviado, sintiéndome mejor por primera vez en el día. Entro con Simón para saber cómo vamos a hacer el traslado: podemos usar la camilla-silla y llevar a la señora sin dificultad; debe pesar como 40 kilos y vive en un primer piso. Pan comido.

Hacemos el recorrido hasta el hospital sin novedades. El dolor se ha vuelto inusualmente leve y yo espero que se quede así el resto del tiempo. La hija de la paciente va a mi lado muy callada y no deja de mirar de un lado a otro. Parece que va a comenzar a llorar en cualquier momento. Atrás va Simón con la señora, que, según la remisión, tiene una falla cardiaca. Si me preguntan a mí, no tiene pinta de vivir otro año nuevo. En un momento de contacto visual, le sonrío y ella responde con otra sonrisa, aunque tiene los ojos llenos de lágrimas.

“Sea fuerte por ella” le digo, y me responde moviendo la cabeza afirmativamente mientras mira por la ventanilla.

En un momento más, llegamos y bajamos a la señora en la camilla, empujándola hasta la sala de urgencias que está a reventar. Van a pasar horas antes de que la reciban. Yo salgo de nuevo para reportarme, estacionar la ambulancia, y tomarme una gaseosita. Y ya que estamos, un pastel de arequipe. Paso media hora sentado en un banco cercano, pendiente del radio, por si me llaman de la central. Entro a preguntarle a Simón cómo va el asunto y le llevo un energizante de esos que venden en el semáforo. Dice que no sólo no hay camillas, sino que también faltan médicos. El vigilante le contó que están atravesando por un recorte de personal terrible y que sacaron a muchos especialistas que todavía no han reemplazado. Hay cinco pacientes en camillas en el pasillo, aguardando el ingreso, sin contar los más de treinta que están sentados en la sala de espera. ¡Qué tristeza! Yo preferiría morirme en mi casa.

Salgo otra vez lamentando lo que me comí, porque el reflujo se une al dolor y lo incrementa. Intento reportarme de nuevo, pero escucho a alguien discutir por la radio con la central y supongo que debe ser uno de los médicos. Ninguno de los conductores o enfermeros que conozco, habla con tanta soberbia. Otoniel, otro conductor de ambulancia, se me acerca y me saluda.

“Hola Lechón, ¿cómo vas? ¿cuánto llevan aquí?” Me pregunta.

“¡Qué más Oto!, ¡bien o no! Yo creo que llevamos como hora y media ya, esperando con una señora que está más del otro lado…” Respondo.

“¡Qué pesar hermano! Uno debería poder morirse tranquilo en la casa… Nosotros acabamos de traer a un bebé de dos años que se ve muy mal… yo no creo que pueda esperar mucho. Allá se fue la Doctora Zuleta a entregarlo. Como es de peleadora, seguro se lo reciben fácil.” Me cuenta Oto, y yo ya sé lo que sigue:

“¿Sí supiste…?” Y a continuación arranca con su parlamento de chismes del día, que suelen incluir anécdotas graciosas o desafortunadas de los compañeros, pero, sobre todo, aventuras prohibidas y romances “secretos” entre el personal. “A la Doctora Claudia la encerró un paciente psiquiátrico.” Me suelta.

“¡Ay! ¡no! ¿cuándo?” Le respondo preocupado. La Doctora Claudia suele ser muy amable conmigo. Varias veces me ha explicado los resultados de mis exámenes y me ha ahorrado tener que ir a la EPS sólo para eso.

“Eso fue ahoritica y ella está bien, pero está picadísima porque la empresa no hizo nada. Hoy va a haber queja en personal, pero el pato lo va a pagar cualquiera de los muchachos que no está en el negocio.” Me dice Oto algo misterioso, como para que le pregunte más.

“Móvil 10”, me llaman desde la central.

“Aquí Móvil 10” respondo yo. Me piden que vaya rápido a unas seis manzanas de distancia para trasladar al herido de un accidente.

“Pero no tengo auxiliar” les digo. El pedido suena muy inusual.

“No importa, vaya lo más rápido que pueda” y me dan la dirección.

“Avísenle a Simón, por si ocurre un milagro y sale antes de que yo vuelva”. Les pido.

“Claro que sí” me responde el de la central. Creo que se llama Carlos; un buen tipo; muy considerado y atento.

Me despido de Oto y me subo a la ambulancia, mientras escucho que me dice: “Ve, y no te conté que hoy atracaron a González… Ah, ya viene la Doctora Zuleta, ¿viste? Esa es una dura para entregar pacientes.”

Enciendo la sirena, piso el acelerador y siento como si el pedal estuviera unido a mi pecho, porque el dolor se pone en marcha al mismo tiempo que la móvil. Mi corazón comienza a galopar y lo siento retumbar en mi cabeza. No sé qué va más rápido, pero no puedo detenerme. Alcanzo a pensar que Otoniel se va a reportar, porque ya quedaron libres, y quizás, entonces, me ordenen volver; después de todo, ellos van con Médico y Auxiliar, mientras que yo estoy solo ¡y con este jodido dolor!

No, no lo creo. Seguramente van a comer algo y a “hacer tiempo” mientras terminan el turno; no sea que los llamen a última hora y “los muerda el marrano”.

Ya estoy llegando y he comenzado a sudar profusamente. Siento como si una gran roca me aplastara el pecho. Me detengo, apago la sirena, trato de respirar despacio, pero me bajo tan rápido como puedo; espero que, en los afanes de este accidente, que debió ser tan grave, nadie me ponga atención.

Hay un tumulto rodeando a un señor que cayó en una posición muy extraña, así que vamos a tener que coordinar la inmovilización. Veo que toda la operación está corriendo a cargo del Doctor Upegui. Eso lo explica todo. Hay que ponerse en acción. Saco la camilla rígida y me acerco.

“¿Y el auxiliar?” Me pregunta en cuanto me ve. Le indico que se quedó en el Hospital, mientras señalo en esa dirección. Se ve muy contrariado. Le explico que debemos llevar a este herido allá mismo, mientras le paso el collar y pongo la camilla en el suelo, junto al accidentado. Con todo cuidado lo montamos, primero a la camilla y luego a la ambulancia, y yo me dispongo a subir de nuevo al asiento del conductor, cuando el compañero de esa móvil me detiene y me dice, con preocupación, que él puede manejar si yo no me siento bien. Intento tranquilizarlo y me parece que va a insistir, cuando el Doctor lo llama desde adentro en su tono característico, y lo apresura para que le ayude. En buena hora. Me costaría seguir disimulando lo que de seguro ya es evidente. Debo tener más cara de paciente que de socorrista.

Unos minutos después, escucho un par de golpes, así que supongo que estamos listos. Cualquier otro compañero habría dicho: “¡Vamos ya, Lechón!”, pero no este Médico. Me reporto, enciendo la sirena y arranco. El dolor se extiende por mi brazo izquierdo y tengo la sensación de que pesa una tonelada. Me cuesta un mundo girar el volante, pero lo hago. El tráfico es pesado, aunque los autos me dejan avanzar sin problema. Comienzo a sentir que me fundo con el vehículo. Ríos de sudor caen por mi frente y me arden en los ojos, pero ¡nada de pánico! Podría conducir con ellos cerrados.

Estoy muy cerca y voy a toda velocidad, pero el tiempo parece detenerse. El dolor es insoportable y empiezo a creer que no voy a alcanzar a llegar. Cecilia se va a enojar mucho. Me va a mirar con reproche y me va a decir: “¿cómo pudiste llegar hasta este punto?”

La sensación es irreal: estoy avanzando en cámara lenta. Giro a la derecha, luego a la izquierda y evito en el último momento a una Toyota que se atraviesa. He conducido una ambulancia a toda velocidad los últimos treinta años de mi vida, y ahora lo hago como en un sueño. Pero el dolor comienza a subir por mi cuello y los latidos de mi corazón suenan ensordecedores en mis oídos. El dolor es real. No estoy soñando. Tal vez estoy muriendo. Es un pensamiento brutal que me causa una descarga de adrenalina y me devuelve a la velocidad habitual. Tengo la certeza de que no voy a ver a Cata graduarse de la universidad, ni voy a poder acompañar a Sara cuando tome una decisión sobre lo que hará cuando termine el colegio.

Ya falta poco. Tan solo una manzana. Atravieso el último semáforo, pero mi visión se nubla y no veo de qué color es la luz. No importa. Veo muy cerca la puerta de urgencias del Hospital Central, cuando la bomba que late en mi pecho por fin estalla. En un postrero esfuerzo doloroso, piso el freno mientras me desplomo sobre el volante, pensando en los bonitos ojos cafés que, sin saberlo, vi por última vez esta mañana.

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