“Hoy va a ser un buen día.” Me repito, mientras reviso otra vez que el auto esté en condiciones para empezar el turno. Ayer estuvo en el taller y como es habitual, las reparaciones culminaron asegurando algunas cosas del interior con micropore. Impensable hasta que tuve este trabajo, pero cada vez me sorprendo menos.
Necesito un buen día para olvidar el previo. El turno se hizo interminable, trabajando con una médica bastante arrogante que me dio órdenes en tono seco y me puso a correr de un lado a otro, llevando y trayendo la bala de oxígeno, el electro y la maleta grande con todos los insumos de atención. En la empresa, todos saben que la Doctora pisó algunos callos hace poco, al denunciar algunas conductas cuestionables de sus compañeros, y como resultado, la mayoría de los pacientes que le asignan son crónicos, o están lo bastante graves para que le tome mucho tiempo atenderlos, limitando el número de los que tiene cada turno y viendo así disminuido su salario. Como respuesta, ha intentado reducir los traslados a urgencias para sacar el mejor provecho de sus horas de trabajo. Un paciente que requiere traslado le toma entre dos y tres horas atenderlo, si no son más. Si están muy graves, debe comunicarse con la central, pedir que lo regulen, esperar una ambulancia y en ocasiones, llevarlo al hospital y aguardar a que haya camilla para entregarlo. En esas mismas dos o tres horas, podría ver a unos seis u ocho pacientes más, dependiendo de la razón por la que consulten. El problema es que, si no los traslada y ellos re-consultan, ya no se los pagan, pero ella dice que “son sacrificios que hay que hacer”.
El turno de ayer fue especialmente detestable porque, cuando fui a ayudarle a sacar todos los implementos de una casa, la escuché decirle a la hija de la paciente -quién evidentemente no estaba muy satisfecha con la atención que recibió-: “No se preocupe, dele un momento a que le haga efecto la nebulización y verá cómo se mejora. De todos modos, si sigue asfixiada, llámenos nuevamente.” Hasta para mí, que no sé nada, era obvio que la señora seguía igual que cuando entré a llevarle las cosas al inicio de la consulta. ¡Cómo me gustaría, en serio, que volvieran a llamar y le tocara a ella misma atenderla! ¿A ver qué les decía esta vez…?
Hace tan solo unos meses que trabajo aquí, y ya comienzo a sentirme algo asqueado por la forma en que he visto que se hacen las cosas. Siempre admiré a los médicos, porque pensaba que eran profesionales muy comprometidos y éticos, pero, al menos en este contexto, ya no pienso eso.
“Hoy será un gran día”. Pienso otra vez, mientras me subo a mi asiento de conductor y espero a que llegue la médica del turno de hoy; una muy amable con la que ya he trabajado y he llegado a apreciar. Hace tres meses, ella pidió que le cambiaran el conductor de los jueves porque “conducía como si llevara papas y sentía que ponía en riesgo su vida, porque era imprudente, siempre frenaba en seco y, como consecuencia, terminaba los turnos con dolor de cuello”. Yo estaba muy prevenido ante la posibilidad de trabajar con alguien que va y le dice al jefe, sin ningún tipo de consideración, algo así sobre un compañero de trabajo. Pero, cuando la conocí, supe que no tenía nada que temer. Se trata de una Doctora muy tranquila, que, extrañamente, no se la pasa mirando su celular, y es bastante cuidadosa y considerada al atender a los pacientes. En algún momento me dijo que para ella no son un número, y que, lo que la saca de casillas en realidad, es que se demoren en enviarle una ambulancia cuando alguno está en malas condiciones. Ahí sí le da a uno un poco de lástima del pobre diablo que le contesta el teléfono en la central y le dice a ella que la ambulancia “se le demora”. La respuesta que obtiene, palabras más, palabras menos, es que los hace responsables de lo que le pase al paciente de ahí en adelante. Sin cantaleta, sin palabras soeces y sin drama, pero con un tono tan frío y amenazante, que a mí me pondría los pelos de punta. Sin embargo, nunca ha sido así conmigo. Creo que a los dos nos gusta trabajar juntos; hemos hablado de música y de libros, y hasta una vez me felicitó porque dice que conduzco muy bien.
Y es que realmente disfruto conducir. Mi padre me enseñó a hacerlo antes de morir, cuando aún era muy joven, antes de que todo mi mundo se sacudiera y me dejara con esa sensación permanente de no saber qué esperar. Tras su muerte, mi madre se derrumbó y se aferró a mí para intentar sobreponerse a una enfermedad mental que acabó con ella hace dos años, pero que acabó conmigo mucho tiempo atrás. Tuve que crecer prematuramente para hacerme cargo de un hogar en el que siempre me sentí desamparado, culpable y solo; sentimientos con los que lucho permanentemente, aunque ponga todo mi empeño en quitármelos de encima.
En este trabajo, sin embargo, he encontrado una gran motivación para seguir adelante, ya que, desde los catorce años, mi vida ha sido una desolación constante, atravesada por períodos más o menos llevaderos a los que me he aferrado para seguir vivo. Pero he aprendido que todo es transitorio: durante el tiempo en que quiero saltar al vacío y la muerte es lo único que tiene sentido, me aferro a lo que sea que esté haciendo, como si de una barandilla se tratara. Luego, ese tiempo pasa y puedo respirar tranquilo, entonces lo disfruto y me concentro en permanecer así todo lo que me sea posible. “Pero ahora todo está bien y hoy va a ser un gran día”.
De pronto, interrumpiendo mis pensamientos, ese Doctor alto se sube al auto con la velocidad de una ráfaga de viento, me mira y me dice: “Se hizo tarde, ¡vámonos ya!” Y al notar mi confusión, agrega: “la Doctora que hacía este turno renunció, y yo me voy a doblar para cubrirla”.
“Hasta ahí llegó el gran día”. Pienso. “Este Doctor es una máquina”. El año pasado se ganó una semana de vacaciones en una playa paradisiaca, pagadas por la empresa. Fue un premio por tener tiempos promedio de atención de menos de ocho minutos por paciente, y encabezar los listados por varios meses. ¡Qué ironía! Ahora tengo por delante varias horas de presión, en las que voy a recorrer la zona asignada, yendo a por lo menos 15 o 16 domicilios, de cada uno de los cuales el Doctor va a entrar y a salir como un bólido, en un tiempo en el que no acabo de entender cómo puede atender a alguien. Además, no va a haber forma de ir a buscar comida o un baño, porque este señor no me deja entrar a los domicilios y ni siquiera come. Hace tan solo una semana, la médica que debería estar ahí sentada, se estuvo quejando de que no hacían más que presionarla para que fuera más eficiente y se demorara menos tiempo con cada paciente, que por eso siempre salía al final de la lista, en color rojo y con tiempos promedio de 40 minutos. En la última evaluación, le dijeron que se comprara un cronómetro, porque era muy buena y los pacientes estaban agradecidos, pero era muy lenta. ¡Eso fue demasiado! De seguro ahí llegó a su límite y se fue. Y a mí me toca hoy trabajar con quién esta empresa considera “el mejor”, o sea el más rápido.
El tiempo va veloz, pero este turno se demora mucho. No veo el momento en que termine. La pesadilla que tuve anoche con mi madre seguramente fue un mal augurio. Me decía por enésima vez que me odiaba, que era responsable de que mi padre muriera y que se las iba a pagar. Ese pensamiento me condena y me salva. No quiero volver a verla jamás. Nadie podría entender nunca el alivio que sentí cuando murió por fin, y nadie entendería tampoco que ese pensamiento me ha mantenido vivo, y que recurrí a él cada vez que consideré seriamente morir en mis propios términos, recordando que tal vez, si fuera al infierno, allá la encontraría a ella. Mejor sigo viviendo.
Ya van diez pacientes y todavía queda la mitad del turno. ¿Cómo carajo lo hace? Si yo fuera uno de ellos, lo pondría en su sitio.
Para ir al siguiente servicio, solo hay una única ruta de acceso y toca pasar por una avenida muy transitada. “Nos va a tomar un tiempo llegar hasta allá Doctor”, le digo. De reojo veo que hace una mueca, saca su celular y comienza a escribir un mensaje con una molestia que no puede disimular. El tráfico está pesado a esta hora y los semáforos no son favorables, así que decido pasar una luz amarilla en el último momento, pero no sirve de nada porque hay otro trancón más adelante y debo parar justo después del cruce. En ese momento, escucho un fuerte estruendo; al parecer es un accidente de tránsito dos autos más atrás. Entonces, sin perder tiempo, acerco el auto al costado derecho para bajarme, pero el doctor me detiene con una pregunta: “¿Qué está haciendo?”. Me mira muy serio y me dice: “¡Vea!, tenemos tiempo de girar a la derecha antes de que el trancón nos impida salir”. Mi primera reacción es pensar que el médico tiene un lado cómico que no conozco, porque no puede estar hablando en serio, pero no hay una sonrisa o un gesto que lo confirme. Lo miro con incredulidad y le respondo: “pero Doctor ¡hay que ir a ver qué pasó!”.
“No. No tenemos qué hacerlo”. Me contesta.
“Pero ¿cómo qué no? A mí me explicaron que es un deber si hay heridos y podemos ayudarlos”. Insisto.
“No, si decimos que no nos dimos cuenta”. Replica.
“Pues yo sí me di cuenta”. Concluyo con rabia y me bajo sin dar tiempo a escuchar más insensateces. ¿Este señor cómo hará para dormir en las noches?
Me apresuro a llegar al lugar y encuentro a un motociclista arrancando con gran dificultad y saliendo en zigzag por entre los carros, escurriéndose muy rápidamente por el giro propuesto momentos antes por el médico, que en ese momento discute por el radioteléfono con la central, sin muchas ganas de bajarse.
Unos metros más allá, las personas se amontonan alrededor de la víctima: un hombre vestido muy formalmente, que no se ve nada bien. Permanece en una postura poco natural, con la cabeza demasiado desviada hacia un lado y el rostro cubierto de sangre. No estoy seguro de si respira. Lo que sí veo es que alguien intenta llevarse el maletín que está tirado a su lado. Me apresuro a pisarlo para evitar que esas manos sin dueño lo hagan desaparecer. Me agacho para mirar al herido más de cerca y compruebo que está respirando. Entonces, saco un pañuelo de mi bolsillo -no recuerdo bien si está limpio-, y le seco un poco el rostro. Comienzo a decirle despacio: “Tranquilo señor: lo vamos a ayudar”. Recuerdo que eso fue lo que me explicaron durante el entrenamiento.
Mi compañero sigue sin aparecer. Entre el tumulto, se abre paso un hombre mayor que se mueve con una gran calma y autoridad. Al llegar, eleva su voz en dirección a un par de jóvenes que tienen toda la intención de acomodar el cuerpo del herido: “No lo toquen, puede tener una lesión de cuello y lo van a dejar peor”. En sus palabras se aprecia el tono cálido de quién sabe dar órdenes sin sonar autoritario. “Hay que esperar a que venga una ambulancia”. Explica. Entonces, se acerca al paciente y le toma el pulso en el cuello, sin importarle siquiera tocar la sangre.
“Hágase a un lado, viejo”. Dice entonces mi compañero de turno, llegando por fin y tomando a su vez el pulso del herido con sus blancos guantes. “Vaya a pedir una ambulancia”. Se voltea hacia mí y me dice con frialdad. “Ya la llamamos”. Responde uno de los jóvenes proactivos a su lado, señalando el celular con el que se está comunicando con algún número de emergencias. “No importa, ¡vaya!”. Me insiste en un tono de voz que no da cabida a réplica alguna. Sin perder tiempo, llamo desde mi celular; parece mucho más rápido que ir hasta el radio del carro.
“¡Aléjense todos!” Les dice el médico en tono autoritario a las personas que rodean al herido.
“¿En qué puedo ayudar?” Pregunta el hombre mayor con voz muy calmada, después de identificarse como médico. “¡No estorbe!” Es la brusca respuesta del otro.
El Doctor mayor se aleja un poco y empieza a tocarse el cuello, como examinándose a sí mismo. Mientras que mi compañero se agacha a revisar al herido, me aproximo a él y le pregunto si también está lastimado. “La moto se estrelló contra mi carro, ¡mire! Ese que está ahí. ¿Sí le ve el golpe?” Me dice. “Creo que me resentí un poco el cuello, pero nada que valga la pena. Gracias por preguntar. El de la moto se tuvo que haber golpeado más fuerte, pero no tanto como este pobre cristiano. Lo elevó por los aires. Por lo que se ve, debe haberse fracturado alguna vértebra”.
“¡Ey!” Escucho que me llama el médico. Por supuesto, no sabe mi nombre y nunca le importó averiguarlo. “¡Venga a ayudarme! ¿Qué le dijeron de la ambulancia?”
“Que no tienen ninguna libre en el momento, pero van a ver qué pueden hacer”. Le digo mientras me acerco. En ese momento escuchamos la sirena y se abre paso, por entre el caos vehicular, una ambulancia de la empresa. “Eso fue inusualmente rápido”. Pienso. Se aproxima todo lo que puede y se detiene. Unos segundos después, desciende el conductor, ese al que le dicen el Lechón, y vemos que está solo, saca la camilla y la hace rodar hasta nosotros. Se ve mal. Si me preguntan a mí, pareciera ser él quién necesita una ambulancia.
“¿Y el auxiliar?” Pregunta nuestro médico estrella, a falta de saludo y sin mirarlo siquiera.
“Está allí en el Hospital, esperando para entregar a un paciente”. Responde el conductor con voz entrecortada y señalando a algún punto, más allá de los edificios que nos rodean. “Me dijeron que viniera ya porque era muy urgente”. Añade casi en un susurro. Se ve que le cuesta hablar y su rostro está empapado de sudor.
“Bueno, ¡qué remedio!” Dice el médico. “Présteme un collar y la camilla rígida. No es bueno moverlo mucho. ¿Cuál es el hospital más cercano?” Pregunta.
“El mismo en el que está el compañero esperando; a unas cuadras de aquí”. Dice el Lechón, señalando nuevamente.
“Bueno, ¡llevémoslo allá!” Concluye el Doctor.
En ese momento el paciente intenta decir algo, pero no es capaz. Parece consciente pero confuso, y se queja bastante cuando, entre los tres y otras dos personas a quienes les pedimos ayuda, lo enderezamos e inmovilizamos su cuello para subirlo a la camilla. Es un trabajo coordinado, sobre todo, porque nadie quiere hacer enojar al médico que dirige tan delicada operación. En este punto, a mí me inquieta más el aspecto del Lechón. A cada momento que pasa, su cara toma un color más preocupante, pero él sigue concentrado en su labor, subiendo con cuidado al paciente a la ambulancia y asegurándolo todo.
“Usted, ¡venga conmigo!” Me dice el médico.
“Pero ¿y el carro?” Le respondo yo.
“No me importa”. Contesta. “¿No tenía tantas ganas de ayudar? Avise para que vengan de la empresa a recogerlo. Tiene que asistirme porque no hay enfermero”.
Obedezco. Pero antes de subirme, le pregunto al Lechón si quiere que yo maneje. Estoy empezando a pensar que tenemos una buena probabilidad de terminar en otro accidente de tránsito. No. No puedo morir ahora. No quiero ver a mi madre más que en mis pesadillas, aunque sean del tipo que me augura un día de cosas desafortunadas como éste.
El Lechón intenta con toda su voluntad sonreír para darme tranquilidad, aunque su boca se curva en lo que parece más una mueca. Con mayor dificultad que antes, me dice que “no hace falta, que él está bien”. Quiero disuadirlo, pero escucho que el médico me grita y me reclama, creyendo que estoy tratando de evitar ayudarlo. Me subo rápidamente con la sensación de que no vamos a alcanzar a llegar al hospital, antes de que el Lechón se derrumbe. Siento en mi estómago la ansiedad del peligro y vuelve a mi cabeza la imagen de mi madre, el odio en sus ojos, el desprecio de sus palabras. Necesito insistir.
“Doctor, el conductor no se ve bien ¿no se estará infartando o algo así?” Le digo ya con auténtico miedo.
“No sea imbécil. Más bien páseme esos electrodos”. Recibo por respuesta.
El herido comienza otra vez a quejarse. Juraría que intenta decir algo. Me mira directamente y veo terror en su mirada. ¿Por qué sigue consciente? Respiro y trato de decirle que no se preocupe, que todo va a salir bien, que lo vamos a llevar a un hospital donde lo van a ayudar, pero dudo que suene convincente. El médico me interrumpe y me pide que le pase más cosas que necesita. Siento el corazón en mi garganta, pero no puedo dejar de admirar que el hombre parece ser muy efectivo en todo lo que hace. Con gran rapidez y eficiencia, tiene ya al paciente listo para el traslado. Y mientras yo tengo que luchar para no abandonarme al pánico de esta situación que desconozco, y a no saber qué estoy buscando ni dónde, él no pierde tiempo. En el caos de mi cabeza, pienso que debe serle muy útil no tener alma, para reaccionar de forma tan contundente en un momento así. Pero se me ocurre de inmediato que no puedo juzgarlo de esa forma. Sea que le importe o no, le está salvando la vida a este hombre… Pero, ¿cómo no le va a importar?
Hace calor y empiezo a sentir algo de claustrofobia. Dos golpes a la pared de la ambulancia que nos separa del Lechón, interrumpen mis pensamientos. El obeso conductor entiende que estamos listos. Escucho que se reporta a la central por el radioteléfono, enciende el vehículo y luego la sirena. Mientras comienza a avanzar, trato de imaginar cómo estará ahí adelante y si alcanzaremos a llegar antes de que colapse. Tal vez éste sea el final que merezco, el que mi madre siempre deseó para mí… No, no lo es. Ella estaría complacida con una agonía lenta y duradera, similar a la que padeció por tantos años. Abrazar la muerte en un accidente de tránsito debe ser algo muy rápido, aunque con todo este pánico que siento, no parezca tan veloz. Noto que he estado agarrando la baranda de la camilla como si se me fuera la vida en ello. El médico me está diciendo algo, pero no consigo entenderlo. Creo estar viendo cómo el Lechón pierde la consciencia y la ambulancia se estrella contra un árbol, un poste o un edificio, mientras que el médico y yo chocamos contra todas las superficies internas del vehículo, en una suerte de cascabel automovilístico. Sería un espectáculo digno de ver para este paciente, que tal vez sobreviviría a un segundo accidente, amarrado a una camilla como está.
Mi respiración va muy rápido y no logro controlarla. Temo que voy a desmayarme en cualquier momento. Mis manos se convierten en cables de alta tensión, pero no puedo soltar la baranda.
“Respire despacio”. Me ordena el médico mientras cubre mi boca y nariz con un guante de látex. “Eso. Así. Concéntrese en respirar. Se va a sentir mejor.” Me dice, mientras pone mis manos alrededor de ese guante. “¡Sosténgalo!” Me ordena con las palabras más amables que me ha dedicado en todo el día, luego de lo cual vuelve su mirada al paciente, quién, sorprendentemente, sigue consciente y también me mira con más miedo aún, si es que eso es posible.
Pero, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿No que estábamos tan cerca? No nos hemos detenido ni una vez y, aun así, todavía no llegamos. Mi respiración se está normalizando y pienso con esperanza que la ambulancia sigue doblando a izquierda y derecha sin estrellarse. El Lechón continúa haciendo bien su trabajo...
El mareo cede y da paso a un dolor de cabeza monumental. Miro la escena de la que hago parte con una sensación de irrealidad creciente. Esto debe ser un sueño. Algo pasó. Estamos muertos.
La ambulancia se detiene por fin. ¿Lo hace? Ya no estoy seguro de qué está pasando. Escucho voces. Hay muchas personas afuera y se están gritando unos a otros. Alguien trata de abrir las puertas, pero le cuesta varios intentos hasta que lo consigue. No logro enfocar la vista. La claridad afuera me enceguece y siento tapados mis oídos. Vienen tres personas y ninguno es el Lechón. ¿Qué le pasó? La enfermera con pijama verde que aparece en el recuadro luminoso de la puerta se me hace familiar, pero no puedo precisar sus rasgos. Extiende sus brazos hacia mí, se acerca y puedo ver que hay desprecio en su boca y odio en sus ojos. No puede ser, ¡sí estoy muerto! Me abandono a la desesperación y comienzo a gritar con todo mi espanto: “No, madre, ¡aléjate de mí!” Hasta que una oscuridad compasiva me inunda y me interrumpe el desagradable encuentro.