“Yo los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.
Escucho, por fin, que dice el sacerdote, y sus palabras llegan a mis oídos como la melodía más dulce. De hecho, empiezo otra vez a oír en mi cabeza el violín de Rumanian Folk Dances, y me siento en verdad feliz. No existe nada más allá de este momento en el que Mercedes ha jurado ser mi esposa, y las notas de la sexta danza se suceden con júbilo en algún lugar del recuerdo en el que sólo yo puedo oírlas.
Me giro hacia ella, la miro a los ojos y tomo su mano entre las mías. Su sortija no está. ¡Pero si acabo de ponérsela! Algo no está bien. Respiro con calma. Lucho otra vez con la necesidad de recordar. Tengo que luchar. Últimamente mis días son una lucha por no abandonarme al olvido. Hay algo en peligro, no me acuerdo qué… Busco en su rostro una pista de lo que está pasando, pero ya no es ella. Es una mujer mayor que usa un antifaz, pero lo que su rostro no trasluce, me lo anuncia el desprecio en su mirada.
“Miguel, el Doctor te está hablando”.
Me dice una voz altanera que me devuelve de inmediato a la realidad. Es su voz. Trato de ponerme al día lo más rápido que puedo. Debo disimular que me perdí de nuevo. ¿Cuántas veces han sido? ¿Tres en una semana? Ya no puedo estar seguro. ¿Hoy es jueves o viernes?
Observo al que, momentos antes, era un sacerdote. Me mira desde atrás de su elegante escritorio-altar en lo que parece un consultorio médico del futuro: todo blanco y lleno de luz. Es un hombre bastante estirado, en todo el sentido en que podría serlo. Espera una respuesta mía con un gesto displicente, grosero. Me apresuro a preguntar, antes de que alguno de los dos pierda la paciencia:
“¿Me podría repetir por favor?”
“Claro que sí Doctor.” Me dice con cierta sorna, con ironía. Como si yo no me hubiera ganado ese título mucho antes de que él naciera. Y como si no me lo siguiera ganando cada día, ayudándole a un montón de gente, mucha de la cual casi nunca tiene con qué pagarme. Mientras espero que me repita, su cara se transforma en la de mi padre, que, con el ceño fruncido y su aire adusto habitual, aguarda mi respuesta. Debo decirle que decidí estudiar medicina como él, como su padre, su abuelo y todos los hombres del árbol genealógico de quién sabe cuántas generaciones hacia atrás, pero también como mis dos hermanos mayores. Y él se va a disgustar, porque ahora esta familia necesita un hijo abogado y yo no quiero serlo. Entonces, me doy cuenta de que suena en mi cabeza la Danse macabre y sé que debo luchar otra vez por no perderme en el recuerdo, pero a veces cuesta tanto…
“Serán 20 millones esta vez”. Dice el sacerdote-cirujano plástico-mi padre, frente a mí… Y ante mi cara de confusión –que no tiene qué ver con esa respuesta, pero me conviene que ambos crean que sí-, se apresura a agregar:
“Incluye todos los procedimientos de rejuvenecimiento para cuello y manos, más las consultas, mis honorarios y el quirófano”.
Asiento despacio, gesto suficiente para que ambos dejen a un lado el molesto tema del dinero y se aboquen a sus preparativos, mientras yo intento desesperadamente poner orden a mis pensamientos. Cierro los ojos y me repito que estoy aquí, en este consultorio de un médico-maniquí, que se propone hacerle no sé qué cosas a la mujer con la que me casé hace casi cinco décadas, y empiezo otra vez a oler el incienso de la iglesia y a escuchar la amada melodía de Bartók… Respiro. Me calmo. Tengo qué calmarme. “Dios, por favor…” –pienso con desespero-, “…ayúdame a enfocarme”. Estuve a punto de recordarlo. El desprecio de sus ojos siempre me recuerda algo crucial que después olvido. Estoy en peligro y ella tiene la clave.
¿Cómo llegué aquí? No tengo idea. Debo estar empeorando. Trato de repasar el día. ¿Qué es lo último que recuerdo? La mañana transcurrió como es usual… Tuve varios pacientes en el consultorio y estoy seguro de que uno me lo envió el padre Rogelio… Doña Norma me trajo a su mamá, que debe tener una infección urinaria... Vinieron los muchachos de la Acción Comunal para pedirme apoyo con lo de las fiestas de la juventud, o algo así... Le pedí a Marcela que me revisara qué pasó con el pago del impuesto predial… Vino a saludarme la Doctora seria que trabajó conmigo, y como siempre, le pedí que volviera, ¿cómo era que se llamaba?... Don Alfonso me trajo unos buñuelos para agradecerme, porque en estos días lo remití sin perder tiempo a urgencias, después de que en la EPS le dijeran que “eso no era nada” y parece que ya se recuperó de la cirugía… Inés vino otra vez a pedirme que le ayude “para hacer algo con esos vagos mariguaneros” del barrio… Don Jairo vino a cambiar la reja de la puerta. ¡Ah, sí! Y vino esa hermosa visitadora médica que nunca me acuerdo cómo se llama. Pero eso no es culpa de la demencia, es que me recuerda tanto a Laurita, que nunca me le aprendí el nombre.
Laurita. Un recuerdo al que no me costaría abandonarme. Que no hubiera dado yo porque Mercedes me mirara, por lo menos, con una fracción pequeña del amor con el que me miraba ella. Por lo menos una vez en la vida. Decían que estaba al borde de la muerte cuando fui a atenderla a su cama. Hacía apenas unos años me había recibido de médico y ya había abierto mi consultorio en el barrio. Y hacía un año me había casado, así que Mercedes esperaba ya a Miguelito. Yo no podía ser más feliz. Cuando la conocí, deliraba de fiebre, pero no tuve más que hacerle un buen examen físico para sospechar que tenía una infección que le tomó ventaja. Con el tratamiento adecuado, en una semana estuvo restablecida. Entonces, solía venir al consultorio a traerme pasteles y postres que ella misma hacía. Hasta que un día, al final de la tarde, vino porque tenía que decirme que…
“Miguel, ¡nos vamos!”
La voz impaciente de Mercedes me devuelve otra vez a la realidad, mientras me ayuda a levantar de la silla. Como en un sueño, escucho que el médico maniquí se despide, y mientras reacciono, no se me escapa que esta vez no me dice “Doctor”. Mercedes me hala a través de la puerta, y después, por un pasillo en el que apenas hay otro paciente esperando. En el mío siempre hay por lo menos cinco, y me esperan todo el tiempo que sea necesario. Y se van agradecidos. Y después vuelven. A veces ni siquiera pagan, pero dicen que van a rezar mucho por mí. Ojalá en serio lo hagan, porque ahora siento que lo necesito. Aunque no recuerdo por qué. Me pregunto qué haría este “colega” si un paciente le dijera al final, que no tiene con qué pagar. Probablemente llamaría a la policía, o le haría un escándalo.
Me perdí otra vez. ¿Cómo llegué aquí?
Recuerdo la mañana hasta el último detalle. No tengo miedo de perderme cuando estoy en el consultorio. Mis pacientes son la felicidad de mi vida. Siempre me han dado respeto y reconocimiento, algo que jamás tuve en mi casa, con hermanos mayores que se burlaron de mí desde niño por mis problemas para hablar, y después, cuando ya era un adulto, por abrir un consultorio “para pobres”, como lo llamaban ellos. Tampoco supe lo que era el respeto en el hogar que formé. Amé a Mercedes con cada fibra de mi ser y el sueño de mi juventud fue darle cualquier cosa que hubiera soñado. Pero para ella, yo sólo fui su pase a una vida mejor. En cuanto estuvimos casados, me di cuenta de que nunca me quiso. Y mientras más enamorado y dispuesto a complacerla, más desprecio recibí de su parte.
¿En qué iba?... Ah, sí. Recuerdo la mañana de principio a fin. Después regresé a la casa a la hora del almuerzo y hablé con mi sobrino, el Concejal. O más bien, él habló. Yo fingí estar desubicado, porque quería lo mismo que todos últimamente: sacarme dinero. Luego, Nubiecita me sirvió el almuerzo, pero esta vez no me acompañó. Mercedes entró antes de que terminara y me ordenó: “Hay que salir, el taxi ya llegó”. Después, no recuerdo nada. Mis espacios en blanco aparecen con ella. Tal vez es mi escape a tanto desdén. Estoy viviendo mi vida, cuando, de la nada, vuelvo a vivir un recuerdo, pero siempre uno importante y usualmente feliz. Y escucho música en mi cabeza: la mejor selección de piezas clásicas que tuve ocasión de apreciar desde que era un niño, cuando me quedaba inmóvil frente al gramófono de mi padre, viendo girar uno de tantos discos. O como cuando jugaba bajo el banco de mi madre, en aquellas tardes tan dichosas, mientras ella tocaba increíbles melodías en el viejo piano de la sala. Nunca he vuelto a los recuerdos de infancia, pero agradezco cuando la música vuelve. Bendigo el hecho de que, en mi cerebro, hayan sobrevivido las neuronas musicales y ahora se estén imponiendo.
Siento dentro de mí la certeza de que podría abandonarme a mi demencia. Navegar entre recuerdos, yendo plácidamente de uno a otro con esa nutrida banda sonora. No pareciera ser algo tan malo. Volvería a vivir mi vida, pero esta vez, sólo lo bueno. Lo cierto es que jamás imaginé pasar así mis últimos años.
Nos bajamos del taxi y llegamos de nuevo a casa. No recuerdo nada del viaje de regreso, pero porque estaba pensando, no porque me haya diluido otra vez en el pasado. Algo no anda bien. Hay una cosa sobre este día que no me gusta, y no es la visita al cirujano plástico. Tengo la sensación de estar caminando al borde de un abismo. Hay algo que me urge recordar, pero se me escapa.
Miguel y Camila están en la casa esperándonos, junto con el Abogado ese… Bernardo, Fernando, Hernando… ¡Qué más da! Verlos a todos ahí sentados me resulta desagradable. Empiezo a pensar en hienas, aunque dos de ellos sean mis hijos. Camila se levanta, me da un beso frío en la mejilla y vuelve a sentarse. ¿Cuándo fue la última vez que me saludó así? Esto no me gusta. Yo me quedo de pie. Siento la inminencia de algo peligroso y quiero poder evadirme, pero esta vez también con mi cuerpo.
Muchas cosas han pasado en estos últimos meses que hacen que no me sienta cómodo frente a mis hijos, cosas que he preferido olvidar. Desde niños aprendieron a tratarme igual que Mercedes, fingiendo afecto cada vez que querían cualquier objeto que se obtuviera con dinero. Hasta que ya no se obligaron a hacerlo, porque se dieron cuenta de que no era necesario. Jamás les negué algo, aun cuando asumí el hecho de que todos me vieran sólo como una billetera. Me rendí a sus voluntades y los malcrié con apatía. Ahora los veo ahí, sentados: tres aves de rapiña que contrataron a su propio abogado, porque el mío nunca se prestaría para sus intrigas. Debí ponerles límites, pero ahora ya no importa.
“¿Quiere un cafecito, Doctor?” Me pregunta Nubiecita.
¡Hay tanto amor en esas palabras! La miro y le sonrío. Ella no lo sabe, pero le estoy dando las gracias por seguir aquí después de tantos años. Hace dos décadas ayudé a su hermano, desahuciado por los médicos del sistema, después de un diagnóstico apresurado y errado. Y todavía me lo agradece con cada cafecito.
También recuerdo a muchos pacientes. ¿Cuántos habrán sido después de ejercer la medicina durante 50 años? De repente, estoy en la sala de espera del primer consultorio que abrí en el barrio. Ha venido mucha gente, aunque no pidiendo consulta. Sólo quieren presentarse, conocerme y darme la bienvenida. La matrona de los Giraldo está ahí y me mira escéptica. En un momento voltea a decirle a Don Jorge “no le hagan caso, hoy ha estado más perdido que siempre. ¡Pásenle rápido todos esos papeles…!” Y no alcanzo a oír más, porque hay otros sonidos que ocupan mi atención… Esa señora es de cuidado, pero con el tiempo me la voy a ganar. De hecho, seré yo la última persona a la que vea en la agonía del final.
Las caras de mis pacientes se suceden en mi memoria, a la par que lo hacen las notas del Caprice basque, Airs espagnols y Carmen fantasy de Sarasate. En mi consultorio soy muy feliz. Hago parte de una comunidad. Mis vecinos son mi familia. He visto crecer al barrio. Lo ayudo a prosperar. He sido testigo de romances adolescentes que luego se convierten en matrimonios, a los que les doy primicias de embarazos y los acompaño hasta conocer rozagantes bebés, que después veo también crecer y comenzar un nuevo ciclo. Y, por supuesto: hago diagnósticos dolorosos y definitivos. Y veo morir a muchos… ¡Tantos!
“Ella no lo quiere, Doctor. En cambio, yo haría lo que fuera por usted.” Me dice Laurita muy seria, mientras me mira con sus hermosos ojos color miel. Hay un amor enorme en ellos que hace que recuerde a mi madre. Pero se hace tarde y Mercedes me espera en casa para que la lleve a una reunión que le harán sus amigas. Será una celebración en honor de nuestro primer bebé, que llegará en menos de seis meses.
“No Laurita. No entiendo por qué dice eso. Mercedes sí me quiere, sólo ha estado molesta. Debe ser por las hormonas del embarazo. Además, usted es joven y seguramente va a conocer un hombre bueno que la quiera bastante, como usted se merece”. Le digo. Empiezo a considerar hasta qué punto, he sido yo el responsable de ese sentimiento no correspondido.
“Pero yo sólo lo quiero a usted”. Me responde con desconsuelo. “Mire, todos sabemos que ella sólo quiere su dinero. Perdóneme que se lo diga así, pero es cierto. Basta con ver la forma en que lo mira y cómo lo trata. ¿Usted no lo nota?”
“No Laurita”. Me apresuro a contestar. “Ella me quiere. Y me va a querer más con el tiempo, porque yo voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para que me quiera. Y cuando nazca el niño…” El teléfono suena y yo me interrumpo.
Estoy otra vez en la sala de mi casa, solo. La melodía en mi cabeza cesó. Me estoy tomando un tinto y otra vez estoy perdido. Miguel contesta su celular en el comedor. Su voz suena apagada, pero alcanzo a oír algo sobre unos “papeles listos”. No tengo idea de qué acaba de pasar, pero la sensación de peligro vuelve de golpe. Necesito salir de esta casa. Ahora mismo. Nubiecita viene a recoger la taza que acabo de dejar sobre la mesa. Tengo que estar alerta. No me llega nada más desde el comedor. Debería llamar a Germán, mi abogado… ¿Dónde habré dejado mi celular? Ni siquiera recuerdo haberlo usado en toda la semana.
No hay nadie a la vista. Entro a la cocina y veo en su lugar habitual, las llaves del auto. Hace tiempo no me permiten conducir. Desde la tarde en que terminé en la carretera al mar, sin tener idea de qué hacía ahí. Estaba muy alterado. Recuerdo que quería alejarme, como si huyera de algo, pero no consigo precisarlo. Tuve que parar y bajarme del carro cuando sentí que mi vejiga no daba más espera. Pero después de orinar, no logré recordar cómo llegué a ese restaurante al pie de la autopista. El administrador me pidió mi billetera y encontró allí mi tarjeta con el número del consultorio. Entonces llamaron a Marcela y ella a Miguel, y luego él tuvo que venir por mí. Estaba enojadísimo. Pero en el viaje de regreso, pude volver a mis recuerdos felices. Después de eso, me pusieron una manilla con mis datos en la muñeca –que bien pudiera haber tenido la forma de un hueso-, y me escondieron la llave del auto. Mercedes no me volvió a determinar.
Al consultorio siempre puedo ir porque me queda muy cerca y me encanta hacer el recorrido caminando. Nunca me he extraviado. No puedo estar más lúcido que de camino a mi consulta para ver a mis pacientes.
No encontré obstáculo alguno para tomar las llaves, ni tampoco para llegar hasta el parqueadero, encender el auto y salir de la casa. Mercedes parecía estar muy ocupada pidiendo unas maletas “para empezar a empacar”. ¿Pensará irse de viaje? No seré yo quien la detenga. Podría vivir solo con Nubiecita. Seguiría yendo a mi consultorio todos los días y me quedaría en casa los fines de semana, escuchando toda la buena música que ella ya no me deja oír. Y podría estar en cualquier habitación de la casa.
Hay mucho tráfico hoy, pero no importa, no tengo prisa. Ni siquiera sé adónde iré. Todavía no lo decido. Solo necesito poner distancia. Estoy huyendo, aunque no sé de qué. Me siento muy inquieto, pero me aferro al presente y al volante. No puedo evadirme ahora, porque podría causar un accidente. Eso afectaría mi reputación. Me haría quedar como un irresponsable y no quiero eso. La consulta ha bajado un poco. Con un par de pacientes me ha costado disimular que ya no recuerdo el nombre de los medicamentos que quiero prescribirles y a veces mis manos se ponen temblorosas, pero no creo haberles hecho daño. De todos modos, ya no hago procedimientos e igual sigue habiendo personas que vienen de todas partes de la ciudad para verme, porque tengo fama de “dar con lo que tienen”. Soy bueno. Y lo sigo siendo, aunque se me olviden las cosas. Y es justamente la medicina la que me ancla al presente, la que evita que me abandone al pasado y a la música. Cuando ya no pueda ser médico habré llegado al final…
Pierdo el hilo de mis pensamientos en el momento en que un motociclista choca contra la parte de atrás del auto y hace que mi cabeza y cuello se sacudan sin control hacia atrás, hacia adelante y luego otra vez hacia atrás. Mientras intento ubicarme en el tiempo y en el espacio, veo por el retrovisor que reanuda la marcha y pasa veloz a mi lado. Lo sigo con la mirada, mientras intento ver la placa, pero lo único que advierto es un hombre que vuela por los aires a la distancia de un vehículo.
Me bajo de inmediato a evaluar los daños, con la adrenalina que siempre me ha invadido ante los pacientes urgentes. El de la moto apenas si se detuvo después de atropellar al hombre. Siguió a toda velocidad, huyendo en zigzag. El tipo en el suelo se ve muy mal. Parece que iba cruzando una cebra que el otro no respetó. Con esa levantada y por la posición en que está, debe haberse roto por lo menos una vértebra.
Muchas personas se están acercando para ver qué pasó y algunas tienen intenciones claras de enderezarlo, pero lo pueden dañar más. Me apresuro a pedirles que no lo hagan, porque hay que esperar a que venga una ambulancia para inmovilizarle el cuello. Su rostro está lleno de sangre, pero parece consciente. Me mira con desesperación y pareciera querer decir algo, pero no puede. Viene un médico de esos que andan por ahí atendiendo a domicilio y comienza a revisarlo, no sin antes ordenarme que me haga a un lado. Podría ser Miguel, así me habla él desde… desde hace mucho tiempo.
La disminución de la adrenalina da paso a un dolor muy fuerte en mi cuello. Algo está pasando también en mi cabeza. Y no es bueno.
En vista de que este herido ya tiene quién lo atienda, me dispongo a ver cómo quedó mi auto. Y necesito ver también qué me pasó a mí. Mientras reviso la puerta aplastada de la cajuela -Mercedes y Miguel estarán encantados-, un hombre me pregunta con cara de preocupación “si estoy bien”. O eso creo. Casi no lo oigo; siento como si mi cabeza estuviera metida dentro de un balde. Trato de darle una respuesta coherente, pero el sonido de mi propia voz se siente lejano. Al momento se va, y yo experimento un mareo terrible. Me apoyo en el auto para volver a la silla del conductor, luchando para no caerme. Me derrumbo en el asiento mientras trato de evaluarme. Debo pedir ayuda, pero mi lengua no me obedece. Seguramente hay un hematoma creciendo en algún lugar de mi cerebro…
El Dies Irae del Requiem de Mozart comienza a reproducirse. Estoy otra vez en casa. Mercedes, de espaldas a mí, habla con alguien por teléfono: “Le vamos a hacer firmar los papeles del traspaso de todo… Sí… ya empezamos el proceso de interdicción… el neurólogo nos va a ayudar…”
No puedo respirar, se me nubla la vista y tengo que sentarme. Hoy llegué más temprano que de costumbre, y ya olvidé para qué. El dolor en mi cabeza pareciera no tener límite. Entonces, ella prosigue con la lista de sus macabros planes: “Sí, sí, claro. Es que él ya no sabe ni dónde está parado y no vamos a esperar a que no pueda ni ir al baño solo. Tan pronto firme los papeles, lo llevamos al hogar del Doctor Cabrera. Allá lo van a atender bien”.
Pero, ¿qué dice? ¿cómo se atreve? ¿cómo puede esta harpía tratarme así después de que se lo di todo? Tengo que verla a la cara; tengo que saber que esto es real.
“Sí, la vida nunca es justa”. Prosigue. “Él se lo buscó. Urdió con su abogado cualquier cantidad de artimañas para ponernos cada vez más trabas con el dinero”.
Camino despacio hasta ponerme frente a ella. La miro con incredulidad, y después de la sorpresa que le causa que esté ahí, delante suyo, conocedor de sus planes, me mira con todo el odio que siente por mí, pero esta vez sin disimular ni una pequeña parte. Algo se rompe dentro de mí. Experimento una gran compasión por este ser enfermo de ambición con el que compartí y quizás desperdicié mi vida. ¿Cómo es que nunca la vi, así, cómo era en realidad?
Esta vez, en lugar de huir en el auto, me acuesto en el suelo a llorar desconsolado. Su menosprecio acabará conmigo, y sin mí, mejor dicho, sin mi abogado, el dinero no les durará mucho, porque jamás supieron cómo administrarlo. En tres meses habrán vendido las pocas propiedades que aún nos generan renta y que decidí proteger para que su despilfarro no los dejara en la calle. Nunca quisieron enterarse de cómo generaba mis ingresos, lo único que les importó siempre, fue que les financiara sus lujos y ostentaciones. ¡Dios, este dolor no hace más que crecer! Siento que mi cabeza se infla como un globo. Seguramente, en un momento subirá flotando…
Permanezco en el suelo, agarrando mi cabeza con las manos y llorando a todo pulmón. La vida es injusta. Mis hermanos no dejan de burlarse de mí y esta vez me golpearon. Entonces viene mi madre, se sienta junto a mí y me dice con suavidad: “Tienes que ver en ti lo que ellos no ven, entonces ya no importará que se burlen”. Después, me acaricia la cabeza y el dolor disminuye un poco. “Tienes un gran corazón y algún día ayudarás a muchas personas. Quédate sólo con el amor que te den y descarta lo demás. Lo demás nunca vale la pena”.
Dejo de llorar, me siento y la observo. Es hermosa y nunca envejecerá, ni me verá crecer. Seca mis lágrimas con sus dedos y me dice, aparentando seriedad: “Ahora, mi querido Miguel, si fueras tan amable de levantarte y despejar esos pedales de una vez… Tengo que practicar, antes de que tu padre regrese y me empiece a dar la lata con eso de que los descuido por estar tocando el piano”. Los dos nos levantamos y nos sentamos en la banquita. Ella me rodea con sus brazos y comienza a tocar, mientras me recuesto en su pecho. Con las primeras notas del Momento musical número 3 de Schubert, me invade una gran paz. Ya no siento dolor. Mi lucha ha terminado por fin. No sé qué haya sido de mi cuerpo ni me importa. Me rindo. Todo se desvanece, se vuelve lejano, carece de importancia. Me abandono.