“No esté triste Dianita. Y acuérdese que cuenta conmigo para lo que necesite”. Me dice el señor Cartagena al abrirme la puerta, mientras me sonríe y me mira como si me viera desnuda, igual que lo hace todos los días. Que hoy venga particularmente desarreglada, no hace diferencia en él.
No le contesto. Ahora no tengo energía para fingir que me hace gracia el comentario. Pero después de entrar, siento que hago mal y temo ofenderlo, así que volteo para darle las gracias y lo descubro mirando mi trasero. Lo habitual.
Llego a mi escritorio, enciendo el computador y me meto de lleno en mi trabajo. Necesito dejar de pensar en mis problemas. Hay tres correos electrónicos de la Doctora Magdalena. En el primero, ordena reducir el tiempo de gestión de los médicos a una hora semanal. En el segundo, nos recuerda que al hacer o renovar las fórmulas, hay que escoger el Omeprazol que aparece de último en la lista desplegable; ese que cuesta 28 pesos menos que el otro, el que los de sistemas no han podido eliminar. En el último mensaje, nos informa que sigue sin haber convenio con oftalmología, así que, de ser posible, los médicos deben evitar ordenar esas interconsultas y las auxiliares debemos estar al tanto para informarles a los pacientes.
“Sí Doctora, justo eso es lo que voy a hacer ahora.”
Hay un mensaje del Doctor Lucho con la renovación de su incapacidad. Miro su agenda y está llena. ¿Qué voy a hacer con esos pacientes? Lo mejor será preguntarle a la Doctora Magdalena, aunque estoy segura que me va a poner a metérselos a la Doctora Elizabeth como sea. O al pobre Doctor Federico. Se nota que los detesta. Podría, mientras tanto, ir bloqueando la agenda del día siguiente, pero, antes de hacerlo, Doña Genoveva se acerca y me saluda. Me pregunta si me pasa algo. Yo le sonrío y respiro profundo para no volver a llorar. Le pregunto cómo sigue su hijo y cómo va ella de su espalda para desviar la conversación. Me dice que todo sigue igual, mientras me mira con sus ojos vacíos de expresión. Así debe verse la resignación y la falta de esperanza. Su hijo está en una cama sin poderse mover desde hace un mes, y ella, que no tiene quién le ayude a cuidarlo, se lastimó la columna tratando de cambiarlo de posición.
¿Podría yo hacer tantos sacrificios por un hijo mío? No lo dudo. Entonces, se me llenan otra vez los ojos de lágrimas. Siento de nuevo la necesidad desesperante de llamar a Felipe, aunque sepa que no me va a contestar. El impulso se interrumpe con el sonido inconfundible de unos tacones que vienen hacia acá, acompañados de una voz que saluda de forma estridente a las niñas de la taquilla de adelante. Doña Genoveva da un respingo y, como puede, se apresura a seguir trapeando. Yo me trago mis lágrimas, respiro profundo y me enfoco en la pantalla del computador. A la Doctora Magdalena es mejor no mirarla directamente, porque ella tiene el poder de hacer que uno se sienta pequeñito. Aunque, de todos modos, se puede escapar de sus ojos, pero nunca de sus palabras.
Doña Genoveva escucha su primer regaño del día sin mirarla. Baja la cabeza y asiente sin responderle. Debería decirle que el letrero de “piso húmedo” se rompió y está esperando a que se lo reemplacen, pero ¿cuál es el punto? Igual la regañaría por romperlo. Ahora es mi turno. Me pregunta si me pasa algo, pero dejando muy claro que lo único que le importa es la posibilidad de que le deje solo el puesto de trabajo. Entonces, me manda a arreglarme casi con desprecio porque “no me veo a la altura”. Saco el espejito del bolso y veo que tiene razón. Estoy fatal. Lloré toda la noche sin poder dormir. Y madrugué mucho para ir al laboratorio. No tuve ánimo ni oportunidad de aplicarme maquillaje. No sé si hacerlo ahora: de todos modos, no va a durar nada si sigo llorando. Pero no puedo seguir llorando; estaría dándole motivos para que me despida. Por alguna razón que desconozco, ya no me tolera. No puedo perder este trabajo. Ahora menos que nunca.
¡Ay! ¡No le pregunté por los pacientes del Doctor Lucho! Ahora me toca llamarla por teléfono, pero, me ordena lo que yo ya anticipaba. La Doctora Elizabeth se va a enojar conmigo, como casi todos los días. Me encantaría que se diera cuenta de que no soy yo quién quiere atiborrarla de consultas. Sólo sigo órdenes. Yo sufro con ella cuando se atrasa, no sólo porque los pacientes se desquitan conmigo, sino porque me da pesar verla correr, a veces, para ir al baño o a comer cualquier cosa cuando alcanza, porque casi nunca puede almorzar.
No hubiera creído que así fueran las cosas con los médicos hasta trabajar aquí. Y menos con los pacientes. Parece que lo único que importa es atenderlos como sea y que no se quejen. Lo demás da igual. Atender al máximo de personas con el mínimo de gastos y en el menor tiempo posible. Me recuerda a un trabajo que tuve empacando embutidos. Cada vez eran más y pasaban más rápido por la banda, hasta que se me empezaban a acumular y venía el supervisor a regañarme. Pero aquí la empacadora es la Doctora Elizabeth, yo sólo le pongo a los pacientes en la banda. Y hoy, además, habrá que ponerle los pacientes del Doctor Lucho. Ya se me embolató la posibilidad de preguntarle lo que necesitaba. Sólo ella me habría dado una respuesta honesta y sin juzgarme, como esa vez que le pregunté por el flujo vaginal que tenía.
Comienzan a llegar los pacientes y a llenar las salas de espera. Le doy una última ojeada a mi celular. No pierdo la esperanza de que me escriba. ¡Si tan sólo lo hiciera! Entonces, no sería sólo mi decisión. Fueron cinco meses increíbles que se dieron de una forma tan natural, que me cuesta creer que todo haya llegado a su fin. Jamás me había sentido así con un hombre: tan cómoda, tan segura, tan ¿comprendida? No hubo promesas, ni presiones, ni obligaciones. Estábamos muy a gusto. De hecho, era él quien buscaba la forma de estar conmigo cada vez con mayor frecuencia, a pesar de sus turnos de cirugía. Parecía feliz. Y yo lo era también.
La primera noche que salimos tuve miedo de meter la pata y decir algo tonto, pero él me dejó claro que no quería hablar de su trabajo. En realidad, no habló mucho de sí mismo, pero pude concluir que está muy aburrido en el hospital. También me dijo que nunca se casó ni piensa hacerlo, como para dejarlo claro desde el principio. Me pareció algo triste pero no dije nada, aunque le agradecí mentalmente la sinceridad. Y hubiera apreciado que me dijera de frente por qué ya no podemos vernos más, ni debo volver a escribirle. De todos modos, me habría roto el corazón, pero la incertidumbre sería menor que la que tengo, después de leer su frío mensaje de adiós.
La Doctora Elizabeth me llama por teléfono para preguntarme por qué en la agenda no ve los horarios de gestión de hoy y mañana. Se nota que está muy molesta. Le explico que fue una orden de la Doctora Magdalena y me cuelga.
Cartagena hace su primera ronda del día, se acerca y me entrega una chocolatina. Me dice que me olvide de “ese man” y que salga con él. Que él nunca me haría llorar. Le doy las gracias, pero no puedo evitar sonreír al notar que la chocolatina está por completo derretida. ¿Qué diría este señor si le contara mi jodida situación actual?
La Doctora Elizabeth está llamando a la paciente de las 8:20 pero no aparece. Todavía no ha llegado. Empiezo a hacer fuerza para que no llegue, porque va a empezar a atrasarla desde tan temprano. La Doctora Magdalena ordenó darles a los pacientes 7 minutos más después de la hora, para que alcancen a llegar y atenderlos. Faltando 30 segundos para determinar la cita como “no cumplida”, se acerca una señora casi corriendo para preguntar cuál es el consultorio en el que la van a atender. Le señalo a la médica que acaba de salir a llamarla por última vez.
“Dianita, voy a ir un momento donde el Doctor Bonilla que me va a explicar algo. Si Dalenazi me busca ¿me llamas porfa antes de que le dé un ataque?” Me pide Eloísa en voz baja. Le digo que sí con la cabeza, mientras busco quién pudo haberla oído. Una de mis pesadillas recurrentes es que la Doctora Magdalena escuche alguna vez que se refieren a ella con ese apodo. Yo nunca le he dicho así porque me muero del susto.
Juana llega al puesto de atención del lado, acomoda sus cosas, prende el computador y me pregunta ansiosa: “Muñe, ¿qué más ha pasado?” Le digo que no con la cabeza y ella me entiende. Por ahora no puedo decirle más porque se hizo una fila de cinco personas. Además, no hay mucho qué decir. Con ella fue con la única persona que pude hablar anoche en medio del despelote y del escándalo que me armó mi tía. Mientras respondo a las inquietudes de los pacientes y les entregó sus órdenes, no puedo evitar pensar en sus palabras. Me dijo: “Menos mal Diana Luz que tus papás ya están muertos o los habrías matado de la decepción. Andá buscando para dónde largarte. Yo no te voy a mantener después de que hayas traído a esta casa la deshonra”. Y me tiró la prueba de embarazo que encontró en la papelera del baño. Después se puso a llorar y a gritar de manera tal, que ya no me cabe duda de que está loca. En algún punto me dijo que yo me merecía lo que me estaba pasando, que mis papás murieron por mi culpa, y que ahora iba a traer a una criatura inocente, a la que seguramente también iba a poner en peligro con mi irresponsabilidad. Fue cuando empecé a llorar yo, pensando que tal vez tenga razón.
Hace apenas una semana el futuro se me planteaba lleno de posibilidades. Ya había ahorrado lo suficiente para empezar el próximo semestre la Tecnología en Administración en el horario nocturno y Felipe medio que me insinuó que nos fuéramos a vivir juntos. Me puso a soñar, pero al mismo tiempo me dio mucha lástima dejar sola a mi tía, a la que además le habría dado un ataque de solo saber que estaba considerando “juntarme” con un hombre sin casarme. Juana me regañó cuando le conté y me dijo que no tenía que seguir sufriendo por esa “vieja loca”. Pero, ¿cómo hago, si es la única familia que tengo?
“Muñe, ¿ya lo pensaste bien?” Me dice Juana, sacándome de mis pensamientos. “Mi amiga me acaba de escribir para que le avisemos. Ella te saca cita de una. Acuérdate que eso ya es legal y es fácil”. Antes de poder contestarle, vemos que la Doctora Magdalena cruza el pasillo a toda velocidad y se mete en el consultorio de la Doctora Elizabeth, casi sin tocar la puerta. Unos minutos después, sale de nuevo dando un portazo y sigue muy rápidamente hasta la máquina expendedora. Nunca pensé que unos tacones tan altos permitieran que una mujer se desplazara a esa velocidad. Claro que la Doctora Magdalena no es cualquier mujer: con ese cuerpo de atleta, seguramente podría hasta saltar en ellos.
“¡Anda!, esta vieja cada vez disimula menos”. Escucho que dice Juana mientras se sienta en su escritorio para atender a un paciente que se acerca. Espero hasta que se va para preguntarle: “¿Por qué lo dices?”
“Mija, porque parece que se va a trabajar a otro lado. Misiá Consuelo me dijo que la oyó el otro día hablando por el celular. ¿Te imaginas?”
Sí me lo imagino. De hecho, tiene sentido. Cuando empecé aquí, la Doctora Magdalena era muy autoritaria, pero se esforzaba en suavizar su trato hablando con diminutivos. Se sentía falso y a veces era agotador, pero de alguna forma sí había diferencia en un regaño que comenzaba con “Dianita”. Supongo que lo mismo pensaría la “Doctorcita” Elizabeth o el “Doctorcito” Federico.
Me llegan varios mensajes y me salta el corazón pensando que pueden ser de Felipe, pero veo que son de Juana, que, al no poder seguir hablando, me insiste en el tema: “Muñe, ¡piénsalo bien! Si quieres, yo te acompaño a la cita y te vienes para mi casa. Yo te cuido. Y te quedas ahí hasta que tengas para dónde irte”. Volteo a verla y también me está mirando, aunque no podemos hablar porque otra vez hay muchos pacientes haciendo fila.
No sé qué pensar. Quisiera irme a dormir y que, al despertar, todo hubiera sido una pesadilla. No se me ocurrió nunca la idea de ser mamá, pero tampoco la descarté. Supongo que, en el fondo, tenía la esperanza de conocer a un buen hombre y formar una familia como la que no pude tener, pero tampoco me pasé la vida imaginándolo. Además, no es que haya conocido a muchos hombres o tenido demasiada experiencia en relaciones de pareja. Creo que me veo bonita cuando me arreglo, pero no soy llamativa. En todo caso, la atención que recibo suele provenir de hombres como Cartagena, a los que es difícil tomarse en serio cuando gran parte del tiempo no me miran a la cara y hacen casi lo mismo con cada mujer que se les cruza.
En el laboratorio me dijeron que me enviarían el resultado antes del mediodía. No quiero pensar más en el tema hasta verlo. La prueba de la farmacia podría estar equivocada. Me aferro a esa esperanza.
Viene una paciente a preguntar por el Doctor Lucho y pone cara de sorpresa cuando le digo que está incapacitado. “Pero él me dijo que iba a estar aquí…” Dice muy contrariada, mientras me mira fijamente, como esperando que le confirme otra cosa. Se ve preocupada. Le ofrezco la revisión de algún otro médico por si es muy urgente, pero ella responde: “Es con él con quién tengo qué hablar. No me sirve nadie más”. Y se va, visiblemente enojada. No sé por qué me la figuro con un problema similar al mío… Conociendo al Doctor Lucho, no me extraña que, a pesar de la edad que tiene, haya mujeres buscándolo con tanta urgencia.
Me siento infinitamente estúpida por estar en esta posición. Debí poner más atención, pero nunca había tomado pastillas anticonceptivas y, la verdad, me dio pena preguntar. Si esto es una falsa alarma, voy a averiguar bien si sí las estoy tomando cómo debe ser. No, ¡qué va! Si esto es una falsa alarma, no pienso volver a estar con un hombre en mucho tiempo. No vale la pena.
La Doctora Elizabeth, ya atrasada, está llamando como una loca al paciente de las 10 am. Le digo que puede estar tranquila, que ya no llegó. Reviso cómo va la agenda y me paro un momento al baño. Me sorprende mi cara en el espejo: parezco una paciente, y de las más enfermas. Cuando regreso, tengo el mensaje del laboratorio en mi bandeja de entrada. Es positivo. Siquiera estoy sentada porque siento que me derrumbo.
La Doctora Elizabeth viene con un paciente y me dice que, por favor, le tome los datos y le ayude a gestionar la remisión, porque hay que enviarlo a un servicio de urgencias de Psiquiatría. Yo disimulo buscando algo en mi bolso, mientras las lágrimas empiezan a correr por mi cara. Entonces Juana, antes de que ella se dé cuenta, le responde: “Tranquila Doctora, yo lo hago”. Y se lleva al paciente a la sala de procedimientos para que espere la ambulancia. Tan bella Juana, te debo una. O como veinte, más bien.
Seco mis lágrimas y me pongo un tapabocas para atender a los pacientes que vuelven a hacer fila. Necesito parecer resfriada y no a punto de tirarme por una ventana. Bueno, se me ocurre que esa también es otra opción y no la he considerado. Reprimo el impulso de volver a llorar, entonces, me toca pedirle a la señora que tengo al frente, que por favor me repita qué es lo que necesita. “Muchachita, usted no debería estar trabajando en esas condiciones”. Me regaña. “Tengo cita a las 11:40 con una Doctora. ¿En qué consultorio está?” La ubico y me arreglo de nuevo, mientras vuelve Juana, que me mira con pesar y me manda a empezar a llamar al centro regulador mientras ella sigue atendiendo a la gente. Me contestan de inmediato y me piden los datos, pero dicen que va a ser muy difícil, porque no hay camas de Psiquiatría.
El Doctor Federico viene hacia acá con Cartagena. Traen a una señora en silla de ruedas que se desmayó en el baño. ¿Y ahora dónde la ponemos? De la nada aparece la Doctora Magdalena y ordena sacar al señor psiquiátrico de procedimientos y meter a la señora, además de llamar al señor Mauricio de atención al usuario y a Eloísa. Respiro aliviada porque no me dice nada más, aunque debo verme peor que esta mañana.
A las 12 viene la paciente que me regañó, para reclamarme porque todavía no la han llamado, aunque su cita era a las 11:40 de la mañana. Le explico que un paciente se complicó y que por eso la Doctora se atrasó, pero que seguramente ya casi la llaman. Ella sube el tono de voz, dice que esta es una EPS de quinta categoría y que es una falta de respeto la manera en la que tratan a los pacientes. “Pero claro, si fuera uno el que llega tarde ya no lo atienden”. Dice, finalizando su sermón. Nadie más le responde, así que, todavía más enojada, pasa a sentarse frente al consultorio.
Viene el señor Mauricio para preguntar los datos de los pacientes que hay para remitir, y después se va a tomar un café mientras empieza a hacer sus llamadas. Eloísa pasa corriendo, por fin, para ayudar al Doctor Federico a atender a la señora. Pobrecito, ¡y con lo atrasado que está hoy! Aunque, seguramente, si no le hubiera tocado a él, la Doctora Magdalena me habría ordenado llamar a la Doctora Elizabeth para atender a esa señora. Me doy cuenta de que acabo de pasar como diez minutos sin pensar en mi “problema”. Siento una opresión en el pecho al recordarlo.
Dispongo de 15 minutos para almorzar, pero no creo que sea capaz de comer. Además, mi tía no me empacó nada hoy, así que tendría que comprar algo en la cafetería, pero en la sola fila se me irían como 20 minutos. Saco una gaseosa y unas papitas de la máquina y salgo al corredor externo, aprovechando que Cartagena no se ve por ahí.
Juana me manda un mensaje de voz: “Mira: ya mi amiga me envió toda la información y te dio cita para las 6. Si sales a las 5 en punto, alcanzas a llegar. Yo no te puedo acompañar porque salgo más tarde, pero si quieres, te caigo allá apenas me vaya de aquí. Te mando el archivo con toda la información. Ahí está lo de la incapacidad y cuánto vale todo. Pero pilas Muñe: tienes que decirle al médico que este embarazo atenta contra su salud mental y que ya lo pensaste bien. La idea es que te agilicen todo.”
Pensarlo bien. No sé eso qué signifique. Parece que no tengo otra alternativa. Adoraría tener un bebé. Puedo imaginarme arrullándolo, abrazándolo, cantándole, dándole de comer, llevándolo al colegio… Sería mío, yo que nunca he tenido nada. Ni a nadie. Pero ¿cómo lo haría yo sola? Lo que gano aquí apenas si me alcanza, y ahora que tengo que buscar dónde vivir, ni siquiera sé cómo voy a hacer. Además, seguramente se va a parecer a él, ¿De verdad quiero recordarlo toda la vida cada vez que lo mire a la cara? ¿Quiero seguir sintiendo este dolor de su abandono para siempre? ¡Si tan solo me contestara! Empiezo a llorar otra vez.
“No llore Dianita que yo sí la quiero”. Escucho decir a Cartagena, mientras aprieta mi hombro con una de sus grandes manos. Me paro como un resorte y vuelvo a entrar, mientras me seco las lágrimas, desecho la basura y me pongo otra vez el tapabocas que está bastante húmedo.
De regreso, veo a la Doctora Magdalena tratando de calmar a dos pacientes muy enojados que le reclaman algo. Agacho la cabeza mientras vuelvo a mi puesto, esperando que no repare otra vez en mi lamentable estado. Juana me pasa otro tapabocas, mientras me pregunta con sus ojos si ya lo decidí. Yo le esquivo la mirada. Entonces, la Doctora Magdalena me pide que le pase esos pacientes a la Doctora Girlesa. Yo le respondo en una especie de piloto automático. Siento como si todo se hubiera vuelto irreal. Ya no soy yo quien vive en mi cuerpo. Llamo a Girlesa y le digo que le están mandando dos pacientes para una revisión de exámenes. No tengo idea de qué me responde. El paciente en el mostrador me está pidiendo algo, pero no llego a saber qué es. Me quedo como suspendida, mirando hacia el fondo del pasillo. Entonces, veo que Felipe se acerca y me mira preocupado, toma mi pulso y me habla, aunque no lo escucho. Mi corazón se acelera. Finalmente, voy a poder hablar con él.
El Doctor Federico me pregunta si ya me siento mejor, mientras Juana sostiene un guante delante de mi cara para que respire. “¿Qué me pasó?” Les pregunto. “Te quedaste como ida y empezaste a respirar muy rápido”. Me dice ella. “Menos mal el Doctor estaba cerca”.
“¡Ay Doctor, no! ¡Qué pena con usted? Ya estoy bien, muchas gracias”. Le digo muy avergonzada y recordando que está atrasadísimo. “Debería irse ya para su casa y descansar”. Me dice preocupado. “Ya casi termina mi turno, Doctor, no se preocupe”. La Doctora Magdalena abre la puerta de su oficina y comienza a hablar con un señor. Miro al Doctor entre agradeciéndole y rogándole con mis ojos que no insista. Y no lo hace. Se va muy rápidamente, seguramente para evitar también que ella lo vea y le diga algo.
“¿En serio estás bien?” Me pregunta Juana preocupada. “Muñe, me asustaste. Lo de la salud mental ya va a ser real… Porque ¿vas a ir? ¿cierto?”
No le contesto y vuelvo a revisar las agendas. La Doctora Elizabeth está atrasada en 3 pacientes. Tengo que resolver qué voy a hacer con el cirujano que viene ahora para ese consultorio. ¿Y si fuera Felipe otra vez el que viene hoy? No. Eso es muy poco probable. Pero si viene el Doctor Peña, que trabaja con él en el hospital, podría preguntarle disimuladamente antes de irme… Mientras llamo a la Doctora Magdalena para preguntarle, vienen por fin a recoger al paciente psiquiátrico. ¡Por lo menos! Ya todos estábamos pensando que iba a terminar firmando el documento para irse por sus medios. Cualquier otro médico se lo hubiera hecho firmar hace rato. Saliendo de aquí, ya no es problema de la EPS. Pero la Doctora Elizabeth no es así.
“Muñe, ¿al fin qué?” Me pregunta Juana, aprovechando que nos quedamos solas por un momento. “No es tan fácil”. Le digo yo. “Me imagino que no, pero no creo que se haga más fácil a medida que lo piensas. Antes va a ser más difícil, y si esperas mucho tiempo, puede ser más duro y más peligroso”. Me dice ella.
“Es solo que quisiera estar segura…” Le digo, mientras vuelvo a mirar mi celular por enésima vez. “Muñe, tú eres inteligente”, dice Juana en voz baja. “¿En serio crees que, si él se enterara, vendría corriendo a tus brazos para formar una familia feliz? Te dejó tirada, ¡acéptalo! Eso debería darte una idea de la clase de hombre que es. Si supiera que estás embarazada, con mayor razón se desharía de ti. Y te dolería el doble”.
“¿Estás embarazada, Dianita?” Me pregunta Consuelo, desde un costado del mostrador. Yo me quedo muda con cara de espanto, aunque Juana responde rápido: “Todavía no sabemos, estamos esperando el resultado de la prueba”.
“¡Ay, mi niña! Por la cara que pones, espero que no”. Yo intento decirle algo, pero las palabras no me salen. Entro en pánico. “No te preocupes. No le voy a decir a nadie, aunque me encantaría decírselo a ella”. Dice Consuelo, mientras señala a la puerta de la oficina de la Doctora Magdalena.
Juana y yo nos miramos aterradas sin entender.
“¡No pongan esa cara, muchachas!” Nos dice con calma, mirando alrededor antes de continuar en voz baja. “Para nadie es un secreto que Magdalenazi escurría la baba por Soler. Parece que desde que estudiaron juntos. ¡Había que ver cómo le hablaba! Hasta que vio cómo ustedes dos se entendían… Dianita, todos aquí nos alegramos por ti, pero además fuimos muy felices de verla a ella morderse los codos de la rabia sin que pudiera reconocerlo”.
Me quedo muda otra vez. La sorpresa da paso a la ira. ¡Así que eso fue lo que pasó! Con razón ella cambió tanto conmigo y me empezó a tratar con ese desprecio mal disimulado. Siento como si estuviera desnuda. Mi relación estuvo en boca de todos sin que yo lo supiera, así como lo estará mi embarazo. Y ella también va a saberlo. Y me va a odiar aún más. Aunque no me pueda despedir, se las va a arreglar para hacerme la vida imposible.
Suena el teléfono. Alguien del Hospital llama para decir que el Doctor Peña no va a poder llegar a hacer la consulta, porque está en el quirófano en una cirugía que se complicó. ¡Genial! ¿Qué voy a hacer ahora con esos pacientes?
Justo en ese momento, la Doctora Magdalena sale de su oficina llevando todas sus cosas, aunque todavía no es su hora de salida. Comienza a despedirse de todos con una sonrisa de oreja a oreja que acompaña su taconeo característico. No puedo dejar de mirarla mientras atraviesa el pasillo. Me siento como una diminuta lombriz en presencia de un gran pavo real: de uno que puede despedazarme y tragarme cuando quiera. Se me ocurre que puede ser ella la razón de que Felipe ya no quiera estar conmigo. Es hermosa, ha estudiado, tiene dinero y un gran trabajo. En comparación, yo no soy nadie. Aun así, no me los imagino juntos. De repente, lo veo todo con claridad. Ya no tengo dudas sobre lo que hay qué hacer. Necesito una explicación.
En su camino hacia la salida, me las arreglo para recuperar la compostura y preguntarle qué debo hacer con los pacientes del Doctor Peña.
“¡Haz lo que te dé la gana!” Me responde sin detenerse.
La sigo con la mirada hasta que desaparece al fondo del pasillo y sale por la puerta principal. Rápidamente, apago el computador, tomo mis cosas y miro a Juana que me dice que sí con la cabeza. Ella me cubre.
“Sí Doctora, justo eso es lo que voy a hacer ahora”.