“Estoy peor”. Es mi primer pensamiento al despertar. El mismo de cada segundo inicial de lucidez durante los últimos tres meses. Mi tiempo de sueño se está convirtiendo en un lujo, ahora que el dolor se ha apoderado de mi cuerpo.
Y con el tormento inaugural de esta hora de la mañana, viene además la rigidez y el interrogante ansioso de si voy a quedarme así definitivamente. Me toma unos minutos recuperarme, para después ponerme de costado e intentar levantarme de la cama. Hoy parecieran ser más de los habituales, pero lo consigo y respiro aliviado de nuevo.
Me pongo de pie, me calzo como puedo las sandalias y camino hasta el baño encorvado, dando tumbos y arrastrando los pies. Tengo unos deseos inmensos de defecar, pero sentarme en estas condiciones no es una opción. Esta semana, mi preocupación esencial cuando me siento, es cómo voy a hacer para volver a pararme, seguido, como no, del pensamiento amargo de por qué carajo llegué a este estado sin alguien a mi lado para que me cuide.
Evacúo mi vejiga con alegría, notando un chorro largo y saludable de orina: indicador inequívoco de la salud de mi próstata. Excepto, por el episodio de la semana pasada en el que me oriné mientras iba en el carro. Menos mal ya estaba llegando a la casa, pero fue la gota que derramó el vaso, literalmente. Por eso volví a consultar. No me sentiría cómodo usando pañales. Todavía no. Había tratado de hacer a un lado el hecho de empezar a perder sensibilidad en mis piernas y de tener que caminar como un niño torpe, pero la incontinencia no es algo con lo que esté dispuesto a vivir. Terminé en una cita con un médico que no parecía tener más de 16 años, pero que, curiosamente, me examinó mejor de lo que lo haya hecho cualquier colega en todos estos años.
Mientras me arrastro hasta la cocina para hacerme un café, trato de recordar cuándo empezó este dolor. Estoy seguro de que fue después de comenzar a salir con esa secretaria… Carolina… No. ¿Catalina? ¡Ah! Da igual… Después renuncié y empecé en la empresa de reconocimiento para licencias de conducción. Tuvo que ser, entonces… ¡Hace catorce años! Me cuesta creerlo.
Apenas si rememoro vagamente haber consultado, porque ya tenía una semana con un dolor de espalda que no se quitaba con los analgésicos que me auto-prescribí y que le atribuí a varias noches muy activas en cuestiones amatorias. Y la cosa siguió así. Se podría decir que mi calvario inició por ese entonces y no paró hasta este momento en el que ya no puedo recordar cómo es vivir sin dolor.
Reviso mi celular, pero no tengo mensajes. La última conversación fue con la Magdalena que, a pesar de estar incapacitado, me pidió que le enviara el pantallazo de los últimos cursos virtuales que hice. Tengo que enviarle también la prórroga de la incapacidad que me dio ayer el Doctor Murillo. Mejor lo hago de una vez, antes de que se me olvide.
Enciendo el computador y, haciendo un esfuerzo por inclinarme para ingresar al correo electrónico y enviar los documentos pendientes -sentarme sigue pareciendo peligroso-, aparece otra preocupación que se me ha vuelto constante: la posibilidad de ser despedido. Debe haber llegado la hora de buscar una pensión anticipada por enfermedad, pero primero, tendré qué mirar qué me salió en los exámenes de esta semana. Aprovecharé la cita de hoy con el especialista para preguntarle.
La Magdalena es un hueso duro de roer. Pese a intentar por todos los medios ganarme su simpatía, ya debe estar pensando, contrariada, qué va a hacer ante mi prolongada ausencia. Resulta bastante curioso que haya podido sostener este puesto, a pesar de todo, debido a tantos años de tratar con las mujeres y aprender a ganarme a las más difíciles como ella, en lugar de debérselo a mi experiencia como médico.
Y es que después de casi 30 años de ejercer la Medicina, a ratos, la cosa se pone color de hormiga. La profesión ha cambiado demasiado y yo nunca fui muy dado a las actualizaciones. Una vez cometí el error de preguntarle a la Doctora Elizabeth qué era eso del CPAP para la tal apnea del sueño y, aunque me explicó, por la forma en que me miró, me quedó claro que piensa que soy un imbécil. Jamás volví a preguntar nada. Ni a ella ni a cualquier otro colega. Hay muchas enfermedades que no existían cuando yo estudié. Y medicamentos. Y procedimientos. La sola idea de intentar ponerme al día me parece sumamente fatigosa, casi equivalente a volver a estudiar medicina.
Logro enviar los correos electrónicos pensando, con tristeza, que hoy me perderé las muestras de esa bonita visitadora médica, además de alguna de sus posibles invitaciones a congresos. Me encantan esos espacios para socializar, obtener más muestras comerciales y crear lazos provechosos con las farmacéuticas y los especialistas. Gracias a eso, también, logro salir airoso de las auditorías periódicas de la Magdalena. Sin contar con que en esos escenarios suelo encontrar mujeres de muy buen ver, con las que también puedo entablar otro tipo de relaciones menos públicas.
El café empeora mi urgencia intestinal, así que tendré que sentarme, no tengo alternativa. Hace apenas dos semanas, a pesar del dolor, podía moverme a mi antojo. Y pude trabajar disimulando lo mal que estaba. Hoy no podría. Se me ocurre que quizás no logre volver al trabajo. No. No voy a pensar en eso.
Como respuesta a mi angustia reprimida, logro pararme del sanitario con relativa facilidad. Lavo mis manos y me dispongo a preparar algo para desayunar. No tengo hambre, pero debo tomar mi primer analgésico del día y será mejor que mi estómago no esté vacío cuando lo haga.
Mauricio me llama y me pregunta cómo estoy. Aunque se ha portado muy bien conmigo, prefiero darle una respuesta vaga porque no quiero que en el trabajo se enteren de mi situación actual. Menos mal el papel de la incapacidad no entra en muchos detalles tampoco. Eventualmente, tendré que contarle a la Magdalena cómo va el proceso, pero hoy no será el día.
Es un alivio no tener que trabajar. Y me hace gracia saber que a mis pacientes los verá la Doctora Elizabeth. Justo por eso no había mandado la incapacidad. Hoy va a tener un día duro, pero eso le pasa por complicarse tanto la vida. ¿Quién la manda a ser tan demorada y tan antipática?
Se suponía que hoy también iba a ver a María Clara. Después de varias citas médicas y coqueteos, creo que está esperando que la invite a salir. Y me planteé seriamente la posibilidad de hacerlo durante la crisis dolorosa que antecedió a este lamentable estado. Fue cuando me empezó a doler también la soledad, pese a haber sido tan conveniente durante toda mi vida.
Como mi desayuno y tomo mi analgésico. Considero por un momento vestirme de una vez, sin mi rutina de baño, pero no sería capaz, no cuando voy a una cita en la que es posible que continúen haciéndome pruebas y exámenes. ¡Qué vergüenza! Hoy más que nunca mi apariencia lo es todo. Además, nunca puedo saber con qué mujer hermosa me voy a cruzar…
Dianita me escribe un mensaje: “Doctor Lucho, espero que se recupere pronto. Fíjese por favor en que no envió los adjuntos de los correos electrónicos”. Y termina con un emoticón guiñando el ojo. Es su manera adorable de advertirme que tenga cuidado y lo haga bien, antes de que a la Magdalena le dé un ataque. ¡Qué ángel de mujer! Tendría que haberme conseguido una de esas para que me cuidara. Ella es del tipo que hace que uno se sienta querido de forma real, sin intereses ocultos. No conocí muchas de ese estilo, la verdad.
“Mil gracias Dianita”. Le respondo, mientras me desvió de mi camino al baño para ir de nuevo hacia el computador. Esta vez tengo cuidado en adjuntar el documento de la incapacidad y reenviarlo.
Retomo mi rutina diaria mientras pienso en Dianita y sus encantos. ¡Esos ojos! ¡Esos labios! ¡Ese cuerpo! Exhibe la sonrisa y la calidez tímida de una mujer que no tiene idea de lo que vale. Parecía estar tan radiante por su romance con el cirujano... Es una lástima que no le vaya a durar. Él me recuerda a mí a su edad: debe darle con ganas a todo lo que se mueva. Más temprano que tarde le va a romper el corazón.
Comienzo a marearme: clara señal de que el analgésico ya comenzó a hacer efecto. Ojalá la disminución del dolor fuera tan palpable, pero es cada día menos evidente. Mientras me ducho, trato de concentrarme en recuerdos felices. Y mis recuerdos felices siempre vienen de la mano de una mujer. ¡Cómo extraño estar en los brazos de una! Ese debe ser el analgésico más potente.
¿Cuántas habrán sido a lo largo de los años? El Doctor Murillo me lo preguntó esta semana y no supe qué contestarle. ¡Me pareció tan curioso ese cuestionamiento en boca de un neurólogo! Entonces optó por darme rangos de números, hasta que le quedó claro que nunca llevé la cuenta. Luego se rio y me dijo: “¡Ay! ¡Qué tremendo!”, pero creo que fue más para quebrar la tensión de las preguntas, que porque realmente le hubiera hecho gracia.
Tuve mi primera novia a los 15 años. ¡Me encantaba! Pero era menor que yo y muy pronto fue evidente que no me aflojaría mucho más que algunos besos inexpertos. Rápidamente terminé en los brazos de una doña vecina que solía pedirme que le ayudara con sus mandados y que sufría de largas temporadas de soledad, mientras su esposo viajaba por motivos laborales. En tres meses me enseñó todo lo que necesitaba saber, hasta que volvió su marido con la noticia de que había perdido el empleo y ya nunca más la dejó sola.
Me dediqué, entonces, a otro tipo de conquistas femeninas: primero en el barrio, después en algunos trabajos que tuve y luego en la universidad. Recuerdo ese tiempo como de gran aprendizaje. El éxito al acercarse a una mujer, depende de muchos factores, algunos de los cuales se pueden determinar mediante la observación y algún contacto preliminar con ellas. No siempre me las pude llevar a la cama, pero todas me enseñaron algo fundamental que cobraría relevancia después.
El culmen llegó cuando me recibí de médico. A todas las herramientas obtenidas hasta ese momento, se sumó el factor irresistible de un título de gran estatus para la época. En ese tiempo no se graduaban tantos profesionales y, ya fuera en el área rural como en la ciudad, mi presencia solía ser celebrada y el trato que recibía se caracterizaba por la deferencia y la cordialidad. A dónde quiera que fuera, las mujeres solían mirarme de una cierta forma que me facilitaba luego, abrir tanto sus corazones como sus piernas. Por lo general en ese orden.
Siento que me toma una eternidad terminar de arreglarme, pero sigo sin terminar mi recuento mental de conquistas. Debería sentarme a escribir mis memorias. Es más, podría clasificar las experiencias en felices, extrañas y desafortunadas, no tanto por los encuentros sexuales como por las circunstancias relacionadas con cada dama en cuestión.
Para cuando estoy listo, siento un mayor efecto del analgésico. Es todo lo que puedo pedir, así que me doy por bien servido y llamo un taxi, mientras espero el ascensor del edificio. Ya no puedo conducir. Me quedó muy claro esta semana, cuando me atreví a hacerlo después del episodio de incontinencia. No llegué muy lejos. No tenía fuerza para pisar los pedales. Tuve que dejar el carro a unas cuantas manzanas y pedirle a un conocido que me lo guardara en el parqueadero. Tal vez no pueda volver a conducir nunca, pero no voy a pensar en eso ahora.
El taxista llega pronto y me lleva muy ágilmente al Hospital Central, pese a haber algo de tráfico en las vías de acceso. Están haciendo algunos arreglos en el pavimento a esta hora de la mañana. Observando mis movimientos, en extremo lentos, el conductor se baja solícito, me abre la puerta y me ayuda a descender del taxi. Me pregunta, inclusive, si necesito una silla de ruedas. Me niego rotundamente.
Llego algo temprano al consultorio y me obligo a esperar de pie. No quiero hacer un espectáculo al tratar de pararme de la silla en la sala de espera. Sobre todo, delante de la hermosa paciente que espera frente a la puerta. ¡No poder, siquiera, considerar algún acercamiento! ¡Qué impotencia! Me conformo con pararme junto a la ventana y sonreírle, pero ella desvía la mirada fingiendo no haberme visto.
Me recuerda a las mujeres que me llevé a la cama durante el último lustro. Cada vez más jóvenes y más interesadas, ocultando el desprecio que acabo de ver en esa mirada con risas estridentes, el batir de larguísimas pestañas y caricias inquietantes acompañadas de uñas más propias de un ave de rapiña… Cada una salía más cara que la anterior, por la cantidad de regalos e invitaciones que tenía que hacerles para llevármelas a la cama. Pero al final terminaba satisfecho y revitalizado. Aunque también aturdido, cuando fue evidente que debía preferir llevarlas a discotecas en lugar de a bares y lugares tranquilos en los que, indefectiblemente, terminaban bostezando y mirando sus celulares.
La secretaria, que pareciera tener mi edad - ¡Qué barbaridad! Ya debería haberse retirado- me llama y me pide que entre. El Doctor Murillo se levanta para recibirme y ayudarme con la puerta. Al igual que con el taxista, agradezco el gesto, pero lo rechazo. Me empiezo a sentir como un lisiado.
El Doctor está serio. Tiene “cara de circunstancia”, como habría dicho mi hermana. Anticipo que me tiene malas noticias.
“Doctor Luis”. Comienza solemne. “En la resonancia de ayer encontramos varias alteraciones en su columna. Déjeme mostrarle”. Me dice mientras me tiende una imagen en su celular. “Observe estas alteraciones en el cordón espinal. Mire: aquí, en las raíces posteriores de la médula. ¿Lo ve?” Le digo que sí con la cabeza, aunque bien que podría estarme mostrando la resonancia de un elefante: jamás sabría la diferencia.
“Usted se habrá incomodado un poco con las preguntas que le hice esta semana, pero, después de examinarlo, me pareció pertinente descartarle una neurosífilis. Aunque los exámenes no lo confirman, los síntomas que tiene, los hallazgos al examen neurológico y los cambios que veo en estas imágenes, me sugieren que su diagnóstico es una tabes dorsal”.
Mientras el médico me explica el posible origen del problema, yo vuelvo a hacer un conteo rápido de todas las veces que me hice un examen de sangre para enfermedades de transmisión sexual, así como de cualquier síntoma genital sospechoso que pudiera corresponderse con eso. No lo hubo. No pudo haber pasado desapercibido. Imposible.
“¡No veo cómo Doctor!” Lo interrumpo. “Yo siempre he sido muy cuidadoso. El VDRL nunca fue positivo y ni siquiera recuerdo haber tenido úlceras o lesiones genitales”. Le digo muy seguro.
“Aun así, considero que ese es el diagnóstico más probable”. Me responde. “Ha habido casos en los cuales la infección primaria es menor y pasa desapercibida. De otro lado, el resultado en sangre se puede negativizar con el tiempo. Piense que, a lo largo de los años, es posible que no siempre se protegiera o que pasara algún tiempo sin realizarse los exámenes”. Termina muy serio.
La verdad es que no lo recuerdo. Hubo épocas en las que solía hacer los exámenes cada tres a seis meses, pero también pasé años enteros sin preocuparme por eso. De hecho, las últimas pruebas pudieron haber sido hace dos años…
No puedo creerlo. Ni siquiera llegué a estar con una prostituta. Aunque, bueno, las chicas de los últimos años…
El Doctor me dice que es probable que haya adquirido la infección 15 o 20 años antes de empezar con el dolor… Pero cuando intento empezar con mi listado mental de conquistas, delimitado por mi historia laboral, me interrumpe diciendo que me quiere hacer una punción lumbar en la tarde, para hacer la prueba en el líquido cefalorraquídeo. No me encanta la idea, pero ¿cómo puedo rebatírselo?
“Lo voy a hospitalizar”. Me dice. “Por lo menos hasta mañana. Claramente el deterioro es cada vez más rápido. Si comparamos su estado de hoy con el de hace dos días…” Asiento con la cabeza sintiéndome derrotado. Ahora sí que necesitaré la silla de ruedas para moverme.
“Matilde le va a gestionar las órdenes”. Me dice señalando al vejestorio al otro lado de la puerta. “Ella lo va a acompañar hasta que lo lleven a la habitación. Después de almuerzo paso a verlo y hacemos la punción. Mañana temprano revisamos el resultado y empezamos el tratamiento. ¿Le parece?”
Como si tuviera elección.
Me explica rápidamente el procedimiento, con el infaltable: “usted es médico y ya sabe en qué consiste todo”, me hace firmar las autorizaciones y sale rápidamente a hablar con su senil secretaria. Aunque comienzan hablando en voz baja, en un momento ella sube el tono de voz y puedo oír el resto de la conversación: “…pero Doctor: esa habitación era para el niño de la parálisis cerebral que iban a traer al mediodía”. “Ni modo Matilde.” Le dice él, férreo: “Hay que llamar a la mamá para cancelarle. Usted sabe que los pacientes de la prepagada tienen prioridad aquí”.
Acto seguido, entra el Doctor, me pregunta si me queda alguna inquietud y me pide que vaya con Matilde, quien me indica con displicencia que la siga hasta la sala del fondo, para esperar que venga un camillero a llevarme a mi habitación.
¿Inquietudes? Las tengo todas. Aún no está claro el diagnóstico y no es posible saber si el dolor de tantos años tenía esta misma causa -en caso de que lo sea-. Entonces, ¿cuándo fue? ¿15 o 20 años antes de hoy? ¿o 15 o 20 años antes de hace 14 que comenzó todo? Comienzo a marearme y me obligo a sentarme. Al cabo que me llevarán a la habitación en una silla de ruedas.
¿Quién fue? Pudo ser cualquiera. Hubo muchas mujeres que vi por meses, pero también otras que solo tuve una única noche. Bastantes más, de un tiempo para acá. De esas, poco supe antes o después. Necesito otro analgésico.
Matilde viene a ofrecerme algo de tomar, aunque se nota que fue una orden del Doctor. Me encantaría un café, pero temo que escupa en él.
La miro a los ojos por un momento, le sonrío y le digo, intentando sonar sincero y usando mis maltrechos encantos: “Muchas gracias Señora Matilde, es muy amable. No tengo muy claro por qué usted deba traerme algo de tomar, cuando de seguro tiene bastantes cosas de escritorio qué hacer”.
Noto en su mirada que se ablanda un poco y me responde, menos hostil: “No tengo problema en hacerlo”.
“En ese caso se lo agradezco. Hoy no he podido comer porque ya me cuesta mucho hacer cualquier cosa en la casa, así que un café estaría muy bien”. Le digo, terminando con una mueca lastimera. “Es increíble cómo uno está perfecto un día y al siguiente se desbarata. Definitivamente los años no vienen solos, aunque uno sí se quede solo”. Percibo un destello de compasión en su mirada, antes fría. Asiente y se va sin añadir palabra, pero ya me siento más tranquilo frente a lo que me traiga. También me vuelve la confianza varonil, aunque me cueste pararme. Jamás me interesaron las mujeres mayores, pero me consta que suelen ser las que más se mueven por sus instintos de protección. Debería llamar a María Clara. No tengo el número, pero Dianita fijo me lo pasa. Le diré que esperaba con ansias verla hoy, pero que estoy muy enfermo. A lo mejor hasta me visita. Pero no, me arriesgo a que escuche en algún momento la palabra “neurosífilis” y se espante. De todos modos, voy a pedirle a Dianita el número y la llamo.
En el celular hay dos mensajes de la Magdalena. Me pide que le envíe de nuevo los pantallazos de los cursos virtuales, pero que esta vez, por favor, el mensaje sí tenga los adjuntos. Odiosa mujer. Aunque, en mi mejor momento, igual la hubiera revolcado con ganas.
Matilde está de regreso y me entrega una aromática, porque dice que el doctor recomienda que no tome café antes de la punción. Pero, además, me tiende una bolsita de papel con dos almojábanas que huelen exquisito. Adopto de nuevo mi pose lastimera/digna, se lo agradezco y le pido que las compartamos, pero ella sonríe y me dice que no es necesario, que ella ya comió. Entonces empiezo a comerlas con deleite, del tipo que llega a honrar a las abuelas y que sólo sería superado por el hecho de que ella misma las hubiera preparado. Ahora sí que voy a llamar a María Clara.
Viene un camillero con una detestable silla de ruedas y, apenas termino de comer, me ayuda a sentarme en ella y me lleva a mi nueva habitación temporal.
Hace su presentación una enfermera de grandes proporciones que, muy sonriente, dice llamarse Marisol y procede a ponerme una manilla de identificación en la muñeca, mientras me sugiere, en tono de broma, que me lo tome como si acabara de ingresar a un hotel con spa. Luego procede a tomar mis signos vitales y a canalizarme una vena. Se trata de una mujer encantadora, de esas que saben reír con facilidad. Y para cuando termina conmigo, ya le he provocado algunas carcajadas.
Antes de que salga de la habitación, le pido un analgésico, pero me dice que el medicamento que me ordenó el Doctor es algo fuerte y que debería almorzar antes de tomarlo, por si me da sueño. Concuerdo con ella. Bueno, esto no será tan malo. Aunque odio tener que estar acostado.
La comida resulta ser una broma de mal gusto… Quién la haya preparado estaba teniendo un muy mal día y usó los peores ingredientes que encontró. Aunque, por la cara que me hace Marisol, no parece ser un caso aislado. Después de que han retirado los platos llenos, ella me dice en voz baja que me puede conseguir algo mejor y me guiña un ojo, a lo que yo respondo con una señal de ruego.
En 20 minutos me traen un menú completo, increíblemente grasoso, pero comestible. Luego me aplican el analgésico y comienzo a hundirme en un sopor maravilloso en el que olvido dónde estoy.
De la nada, empiezo a escuchar algunas voces lejanas en mi niebla sin sueños. “Doctor Muri… me dijeron que desde hace… el hospital no volvió a comprar esos kits de esa…Ahora están comprando estos que…y más baratos…además, parece… no hay agujas de ese calibre…” “¡Es el colmo! así es imposible…va a tener más dolor… e incluso podría tener…”
Después, alguien comienza a llamarme por mi nombre. Lo hace varias veces, mientras me sacude con delicadeza. Cuando por fin abro los ojos, Marisol esta frente a mí y me dice: “Doctor dormilón, ya vinieron a hacerle la punción”. Rápidamente, hago el recuento del día que me trajo hasta esta habitación, primero con alegría, porque el dolor sigue reducido a su mínima expresión, pero luego con inquietud frente al posible diagnóstico pendiente por confirmar.
Observo una mesita con varios elementos dispuestos, mientras que el Doctor Murillo, que acaba de lavarse las manos, se pone una bata azul y se calza los guantes estériles. Marisol me ayuda a adoptar la posición necesaria, de costado, y comienza a lavar el área con un desinfectante que, en la piel de mi espalda, se siente como hielo. Estoy más despierto y ahora tengo frío. El Doctor me da algunas indicaciones, después de las cuales siento una presión en el área lumbar. Y eso es todo. No sé si fue por el analgésico, pero no pareció gran cosa. Me piden permanecer en la misma postura por algunos minutos, pero vuelvo a tener mucho sueño. Recuerdo que no llegué a escribirle a Dianita para que me pasara el número de María Clara.
Después tengo algunos flashbacks de todas las veces que fui paciente en tantos años de dolor. Citas, fisioterapias, infiltraciones, incapacidades. Tendría que haberme analizado yo mismo para que algún colega hubiera hecho un diagnóstico más oportuno, en lugar de asumir siempre que “yo lo sabía todo por ser médico”. Fue necesario llegar a este deterioro, hasta que alguien le prestara atención a mi dolor y me remitiera urgente al neurólogo. Comienzo a atravesar el umbral del sueño pensando que, para ser justo, tampoco yo me presté mucha atención, después de todo.
Lo último que pienso antes de abrazar la maravillosa nada de la inconsciencia, es que, seguramente, nunca llegue a saber quién me contagió. A estas alturas, ni siquiera importa. Y está bien, puesto que esa misma pregunta, seguramente, se la habrán tenido qué hacer también las mujeres con quién estuve después, si es que se contagiaron. Pero no voy a pensar en eso ahora…