ANGÉLICA




“No se me puede olvidar pedirle a Lucas las últimas muestras de antidepresivos que llegaron esta semana, no sea que me vaya a dejar otro mes sin esa marca”. Pienso, mientras advierto por el espejo retrovisor lo cerca que acaba de detenerse de mi carro ese otro vehículo rojo. Y me sorprendo de nuevo de haberlo olvidado tan pronto lo recordé. Mientras cambia el semáforo, busco de prisa en mi celular el chat con Lucas, pero llega un mensaje de Lucía, que me pide unos datos urgentes.

En el fondo sólo estoy tratando de pensar en otra cosa. Tengo que tomar una decisión, porque el tiempo apremia, pero me asusta descubrir que siempre supe lo que quería hacer. Bueno, al menos desde que me enteré de que hay una hija suya por ahí. Una niña pequeña con su misma sangre.

Con él nunca terminan las sorpresas, eso debo reconocérselo: aún ahora, cuando en nuestra vida no debería haber ninguna. Hace cinco años que tiene el diagnóstico y hace tres que desapareció, dejando tras de sí a un ente vacío que ya no es mi esposo. Solo es un cuerpo que respira, come, orina, defeca y algunas veces duerme. Pero entonces, voy y me encuentro entre sus cosas, celosamente guardadas, el documento en el que figura como padre de una criatura de seis años que lleva su apellido. ¡Qué sacudida! Y me llega justo cuando apenas empezaba a hacerme una idea de mi futuro al lado del despojo viviente en que se convirtió el único hombre con quién me sentí a salvo.

Un indigente sale de la nada y me obliga a frenar en seco, cortando el hilo de mis pensamientos y haciendo que las muestras que traía en el asiento del copiloto, vuelen hacia adelante y se desperdiguen por el piso. Lo observo seguir su camino, mientras lo maldigo en silencio y recuerdo que debo reemplazar en mi vocabulario la palabra “indigente” por “habitante de calle”. Me da exactamente lo mismo un término u otro, pero no conviene que alguien me vuelva a corregir con expresión de horror, por un error semejante cometido en voz alta. Especialmente en el trabajo.

Miro por un momento la caja de analgésicos que cayó al lado de la palanca de cambios y reanudo la marcha con desconcierto. ¿Cómo pude olvidar entregársela al Doctor Miguel? Se suponía que esa era la razón principal de mi visita de esta mañana. Este mes debo trabajar muy fuerte en la promoción de esa línea. Debo estar perdiendo la cabeza… Tendré que volver la próxima semana para llevársela. Aunque, eso no va a ser un problema, ni para él ni para mí. Si volviera mañana, él ya no recordaría que lo visité hoy; sería amable como acostumbra y me contaría de nuevo la misma historia gastada sobre la mujer del barrio “idéntica a mí” a la que le salvó la vida cuando recién comenzó a ejercer la medicina particular. El Doctor Miguel ya está senil, y cabe suponer que haya empezado a perder pacientes, pero eso no es asunto mío. Mientras sea amable, lo seguiré visitando y procuraré dejarle todas las muestras y recordatorios de marca que pueda, para que no me olvide.

“Al menos Willy no repite una y otra vez lo mismo”. Reflexiono con alivio.

Guillermo, quién forjó su identidad con el nombre de Willy al vivir en tierras norteamericanas durante sus primeros años, dejó de hablarme hace mucho; tanto, como para que yo ya no recuerde su voz. Y no solo no me habla, tampoco me mira, o me toca, o le interesa mi existencia. Se fue a un mundo del que yo no hago parte. Y no va a volver… Y ya no me quiere.

“Ya no me quiere”. Me detengo en ese pensamiento, en su significado. Siento que apenas lo comprendo por primera vez. Lo dimensiono. Lo saboreo, y es un pensamiento muy amargo. Uno que debería facilitar la decisión que estoy a punto de tomar.

El tráfico se ha vuelto a poner muy lento después del almuerzo. Esta mañana estuvo terrible de camino a la EPS del centro, tanto que, al final, no alcancé a llegar. Odio ir allá, y me parece de lo más inútil. No lo haría si no hubiera una orden expresa de por medio. La administradora de esa sede es amiga personal del Director de mi casa farmacéutica, así que no hay chance de sacarle el cuerpo. Pero esos médicos, además de que no tienen tiempo, muestran muy poco interés por mis líneas. Hay incluso una médica que no me recibe muestras. Cuando me ve, pone una cara de lo más antipática y la última vez, hasta me dijo que no consideraba útiles mis visitas. Creo que ni siquiera recogió las muestras que le dejé con la auxiliar de atención. He intentado ganarme su simpatía con cuanto bolso, lapicero, termo o cuaderno puedo llevarle, pero ella los recibe con indiferencia. Hace un tiempo la invité a un Seminario en un hotel muy prestigioso de la ciudad, y hasta a un Congreso en Santa Marta, pero siempre me dice que “muchas gracias, pero que no está interesada.” No me acostumbro a tanta resistencia; voy a hablar con el jefe para que me autorice a no visitarla más.

“¡Mierda! Me volví a olvidar de Lucas”. Recuerdo de nuevo, y me arriesgo a mirar la pantalla de mi celular mientras avanzo despacio. Pero la pesada de Lucía dice que necesita urgente los datos, así que decido contestarle de una vez.

Por fin voy a escribirle a Lucas, pero veo que cambió su foto de perfil. Ahora está de frente a la cámara luciendo su sonrisa más seductora, la misma que solía dedicarme hace unos meses, hasta que me invitó, como de paso, “a salir por ahí”. Me divierte pensar lo que habría podido pasar. Pero cuando me lo imagino en acción, su cara se convierte en la de Willy, con ese brillo burlón de sus ojos y sus labios irresistibles, susurrándome cualquier tontería capaz de hacerme olvidar que existe un mundo más allá de ese encuentro.

Cuando lo conocí me atrajo de inmediato, pero no lo tomé en serio. Suelo tener bastante atención masculina, pero, al lado de un hombre, casi siempre termino sintiéndome como un adorno. Al principio me halagó su cortejo, luego me desconcertó su personalidad, después me deslumbraron sus ideales y, finalmente, me rendí a toda una forma nueva e inquietante de vivir. Que además terminara siendo el tipo de persona que mi familia detestaría tener como pariente, no hizo más que aumentar mi deseo. Lo odiaron desde el comienzo. Me advirtieron que no confiara en él, que probablemente quería aprovecharse de mí, disfrutar de mi dinero y aumentar su estatus. En un momento, yo también lo creí. Sólo que no era así, puesto que su familia es más próspera que la mía. El caso es que él quería ser independiente y experimentar una vida en la que su condición social privilegiada no determinara la persona que sería, o las cosas que haría. Cada día a su lado fue una aventura impredecible y alocada de la que jamás me cansé. Yo lo hubiera seguido hasta el fin del mundo, por eso es una cruel ironía que se haya ido tan lejos de mí, aunque siga durmiendo a mi lado.

Hace tiempo no pienso en mi familia. ¿Cuándo fue la última vez que supe de ellos? Hará ya unos tres años que murió mi padre y mi madre me llamó para contarme: ¡Como si me importara! Para mí, dejó de existir cuando logré que me pagaran un internado a los doce años, y me fui de la casa para no regresar. Fue la única salida que encontré para ponerle fin a las noches que tuve que aguantarlo en mi cama. Dos años eternos en los que hizo lo que quiso conmigo, contando con el silencio cómplice de mi madre, mis hermanos, mi niñera y hasta mi perro. Los recuerdo en esa última foto familiar de navidad, antes de la gran fiesta, con los atuendos costosos, los decorados, el banquete y un millón de preparativos con los cuales fingíamos ser una familia feliz, mientras lo único que yo quería era gritar y correr lejos, a cualquier lugar dónde no tuviera que volverlos a ver. Para mí, bien que podrían estar ya todos en el infierno.

Intento girar despacio en un cruce particularmente caótico, pero a último momento se me adelanta un chiflado en su camioneta de vidrios polarizados y música ensordecedora, mientras grita algo ofensivo que no alcanzo a escuchar sobre las mujeres y la cocina. Le dedico mi mejor sonrisa junto a mi dedo medio. Me encantaría gritarle de vuelta que ninguna camioneta, por más grande que sea, va a compensar su pequeño pene o su pobre desempeño horizontal. Pero, ¿con qué objeto?

Otro semáforo en rojo; ahora sí le escribo a Lucas. Su respuesta es inmediata: “Claro que sí mi Angie. Cuenta conmigo para lo que sea”. Ahí está otra vez. Como si mi mensaje no tuviera que ver con su trabajo, como si le estuviera pidiendo un favor personal. Yo no sé si algunos hombres de verdad no se dan cuenta, o se hacen los estúpidos cuando dicen ese tipo de comentarios. No le he dado motivos para que insista. Desde el primer momento le dejé muy claro que soy una mujer casada y que amo a mi esposo. Aunque, a lo mejor ya no…

El año pasado, cuando no cabía en mí tanta tristeza y frustración, terminé tomándome una copa en un bar y aceptando la compañía de un desconocido. Uno de esos hombres que sabe exactamente qué decir para conquistar a una mujer que intenta mostrarse entera, pero que basta mirar con algo de detenimiento para saber que está hecha pedazos. No es que fuera un galán, de hecho, era bastante delgado y sus besos sabían a nicotina, pero terminó por ser un gran consuelo en un momento desesperado. No recuerdo una noche semejante en muchos años. Además, fue cuando nació la idea.

Llega un mensaje del Doctor Toro. Quiere saber si me voy a reunir con él hoy. Entonces no habrá marcha atrás. Es lo que intento decidir, pero se me van los pensamientos por otros rumbos.

El Doctor Toro es todo un personaje; quizás la persona más ambiciosa que haya conocido. A estas alturas y después de tantos convenios con él para mejorar mis ventas, me consta que haría cualquier cosa para aumentar sus ingresos. Ordenar medicamentos que sus pacientes no necesitan, debe ser la menos cuestionable de todas. Por eso, no dudé en consultarle mis planes. Necesitaba sus contactos, porque los tratamientos de fertilidad no son baratos, así como un cóctel de medicamentos para sedar a mi esposo y obtener su semen. Y todo por una buena tajada de la herencia que espero recibir cuando nazca el bebé.

“Mi bebé”. Suena tan raro…Jamás quise ser madre. Hice todo lo que estuvo a mi alcance para evitarlo. Pero tampoco quise nunca trabajar y heme aquí. Un efecto colateral de romper la relación con mi familia, igual que mi maternidad terminará siendo un efecto secundario de querer superar mis problemas económicos con la promesa de una herencia, que le entregarán únicamente a un hijo legítimo de mi Willy.

Tres bocinas diferentes me avisan que el semáforo cambió y arranco otra vez sin haber contestado el mensaje del Doctor Toro. Los miro por el retrovisor y me noto pálida, aunque estoy bien. Aún no se ve, pero hace tres meses, hay alguien creciendo en mi útero y he de decir que la experiencia no ha sido nada de lo que esperaba. Y eso que lo estoy cuidando como si fuera de porcelana, aunque no haga falta.

Toda una vida evitando un embarazo y cuando lo busqué, resultó que tenía problemas de fertilidad. En mi EPS, ni siquiera me autorizaron la ecografía o los exámenes de laboratorio para ver qué me pasaba. “Eso se lo tiene que hacer particular”, me dijo el médico de lo más tranquilo. No valió ni que me inventara que ya había tenido varios abortos previos.

En cambio, en la clínica de fertilidad que me recomendó el Doctor Toro –de la que es socio-, me atendieron muy bien. Al final, se trataba de un asunto hormonal que resultó fácil de tratar. Obtener la paternidad, en cambio, no fue tan sencillo. Pasó casi una semana, hasta que tuve las agallas de darle el medicamento a Willy, antes de sedarlo y estimularlo para recoger su simiente. Y tuve que emplear un buen tiempo en ello, mientras pensaba en lo desdichado de mi situación. Le hice al ser que más amé, prácticamente lo mismo que me hizo el ser que más odié. Bueno, pero al menos yo creía tener una justificación y estaba segura de que, a diferencia de mí, él no lo recordaría. A decir verdad, espero que nadie llegue a saber las condiciones de esta concepción, tan distante de un acto de amor y tan parecido a lo que veía hacerles a las pobres vacas en las fincas lecheras de mi infancia.

A este caos vehicular, se le suma ahora el paso de una ambulancia con su estridente sirena. No hay mucho espacio para darle vía, pero lo intento. Aunque decidiera ir a ver al Doctor Toro, no estoy segura de que pudiera llegar. Ya hasta se me hizo tarde para visitar a los especialistas del Hospital Central.

Recuerdo la primera vez que los visité. Acababa de empezar en este trabajo y aunque tenía claro mi guion, lo recitaba sin mucha convicción, sin entender muy bien qué carajo era lo que estaba diciendo sobre los medicamentos que intentaba promocionar. Pero encajé perfecto en el mundo médico, sobre todo con los especialistas. La mayoría de ellos solía recordarme a mi familia, con ese cuidado de las apariencias de quién desea demostrar a toda costa su posición en la escala social. Aun así, es un buen trabajo, gran parte del cual ocurre, como hoy, detrás del volante de mi auto, mientras voy de un lugar a otro. Es un alivio; así no tengo que quedarme en la casa, sin poder olvidar que fui feliz al lado de un hombre que ahora me da miedo.

Después de ese día las cosas cambiaron. Ya varias veces lo he visto observándome muy fijamente; es como si de repente volviera a ser el de antes, como si pensara otra vez con claridad y me reconociera, pero lo único que veo en sus ojos es un vacío que me causa espanto.

En la Clínica me advirtieron que este bebé tendría todas las posibilidades de heredar la enfermedad mental de su padre y me ofrecieron implantar la semilla de algún donante anónimo, pero, ¡ni modo! Las condiciones de la herencia incluyen una predecible prueba de paternidad positiva.

La noche después de la inseminación, me desperté sobresaltada y encontré a Willy sentado al borde de la cama con sus manos frías sobre mi vientre y sus ojos vacíos, fijos en él. Y mientras desperté del todo, aterrada, supe con una claridad ineludible, que, de alguna forma sobrenatural, padre e hijo se estaban mirando con sus ojos vacíos, atento el uno a la presencia del otro, compartiendo el secreto de su origen y un vínculo de enfermedad. Me encogí aterrada en la cama y juro que lo sentí moverse dentro de mí, aun cuando sólo hubieran pasado algunas horas. Así supe, contra toda lógica, que el tratamiento había sido un éxito. Entonces, saqué a Willy de mi habitación y me empecé a encerrar durante las noches. Y aunque quisiera no tener qué verlo, tengo que disimular frente a Anita, la señora que lo cuida durante el día. No conviene que note el terror que he empezado a sentir cada vez que lo veo, y que procuro disimular con un beso en su mejilla.

Vuelvo al presente con el sobresalto que me causa un motociclista que pasa muy apurado zigzagueando, y que, por poco, casi embiste mi retrovisor izquierdo. Hoy todos se han vuelto locos. Si no tiene cuidado, va a causar un accidente. En otras circunstancias, temería perder a este bebé de un susto, pero tengo la seguridad irracional de que, sin importar lo que pase, él va a nacer. No podría ponerlo en palabras, pero lo siento crecer y aferrarse a mí como algo maligno que engendré y que voy a tener y temer cuando reemplace a su padre. Porque su padre tiene que irse. Creo que la decisión no es más que la consecuencia natural de las otras decisiones previas. Y tiene que ser pronto; antes de que esa niña, cuyo paradero no pude rastrear, aparezca de la nada y arruine mis planes de largarme y comenzar de nuevo, lejos del desastre en que se convirtió mi vida.

¡Genial! Ahora, además, también hay un accidente más adelante. Voy a estar durante horas aquí. Debo ver al Doctor Toro para que me entregue el medicamento. Es eso o esperar a que regrese al país dentro de otros tres meses. Pero yo no puedo esperar. En tres meses, Willy tiene que estar muerto…O yo estaré tan loca como él. Tengo qué hacer algo.

Ahora que sé que tomé una decisión, no puedo distraerme pensando en otra cosa. El tiempo pasa y el tráfico no se mueve. Ya no puedo ir a visitar a los especialistas del Hospital Central, o no tendré tiempo de reunirme con el Doctor Toro. A lo mejor no logre hacerlo, después de todo. Tal vez es una señal del destino para que no lo haga. Quizás, un bebé haría que Willy mejorara y se volviera a conectar con este mundo. Volveríamos a ser felices y nos iríamos los tres a comenzar de nuevo en alguna parte, dejando todo atrás. Me aferro por un momento a la esperanza de que, si no logro salir de este trancón, debe ser por algo bueno.

Entonces, mi útero se sacude y pienso de nuevo, con horror, que no es un bebé lo que tengo allí, sino otro ente vacío que engendré y que será igual a su padre. Y tengo otra vez ganas de salir corriendo y gritando. Enciendo la radio para distraerme, pero sólo escucho malas noticias, pauta publicitaria y locutores hablando sandeces. Busco canciones alegres en mi celular, pero lejos de calmarme, mientras las canto, sigo pensando que me urge tomar las riendas de esta situación. Necesito salir de esta calle. Y no quiero recordar cómo me sentí en este momento cada vez que escuche esas canciones en el futuro, así que me quedo otra vez en silencio. Respiro despacio y trato de pensar en una solución.

Algunos minutos después, como respuesta a mi angustia, otra sirena estridente se anuncia más atrás. Juraría que es la misma ambulancia que vi hace rato. Pero esta vez, después de hacerme a un lado para que pase, y sin detenerme a pensarlo, me voy tras ella, antes de que los conductores de los autos a mi lado, sepan lo que pasa. Me pregunto qué diría ahora el imbécil de la camioneta y su micropene. En el próximo cruce, encuentro la forma de doblar a la derecha y dejar atrás este caos vehicular en el que me habría quedado por lo menos una hora más. Y al girar de nuevo, algunas cuadras más adelante, encuentro un espacio para estacionarme.

“Buenas tardes Doctor Toro. Espero esté muy bien. Le confirmo nuestro encuentro de hoy”. Le escribo sin perder tiempo.

“Muy bien Angélica. La espero en la cafetería de la Clínica”. Es su respuesta.

Enciendo de nuevo el motor y voy hacia allá, ahora más tranquila. El destino siempre ha sido un desgraciado conmigo. Y yo soy tan estúpida, como para estar pensando, todavía, que puede darme señales de que todo va a mejorar de la nada…

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