Un día más, o un día menos según se mire. Cansada. Sin motivación. En el sinsentido más desesperanzador. Otro largo y estúpido día por delante…
Trasladarme hacia el trabajo es la antesala incómoda de mis preguntas cotidianas sin resolver. ¿Esta es la vida que quiero vivir? Claramente no.
¿Por qué sigo aquí entonces? No tiene valor lo que hago y yo me hundo cada vez más en la impotencia.
Atravieso una compraventa de autos usados y me distraigo pensando en comprar cualquiera de ellos; irme lejos y hacer cualquier otra cosa para vivir que no me desbarate como lo está haciendo esto.
Por fin llego a mi detestable lugar de trabajo y pienso, como es habitual, en el contraste de la apariencia desinfectada de todas las superficies que marean a hipoclorito con la porquería que no se ve, pero que inunda el lugar y hace mi oficio intrascendente. Saludo a Diana Luz, que me recibe con la noticia de que el Doctor Luis sigue incapacitado, y hoy, de nuevo, me quitaron las horas de gestión para abrirle espacio a sus pacientes, o sea, para no tener que cancelarles las citas. ¡Genial! El mejor augurio de un día de mierda. Me encantaría responderle algo, pero le ahorro el disgusto. Se ve que tiene sus propios problemas.
Enciendo el computador y abro el sistema. El primer pantallazo es un resumen de todos los gastos de lo que le he ordenado a los pacientes durante este mes, entre exámenes e interconsultas por especialistas. Está perfectamente detallado y totalizado en grandes números rojos, como una cortesía para que no se me vaya a olvidar que aún quedan 15 días del mes y no debería mandar nada más que no sea imprescindible. Y en el correo electrónico hay un mensaje señalado como urgente, en el que Magdalenazi nos envía los resultados comparativos de su última auditoría de gastos, y nos invita muy cordialmente “a que mejoremos la pertinencia de nuestros ordenamientos” porque nos seguimos excediendo en el presupuesto “sin justificación”. También ahí aparezco en rojo. Respiro profundo por primera vez en el día.
Abro mi agenda de hoy: está llena de principio a fin. Más vale empezar a tiempo.
Las 7:00 am. La paciente tiene un resfriado y yo me alegro y me siento patética por alegrarme de que mi primera paciente tenga un resfriado, y de desear que ese sea el motivo de consulta de todos los que le siguen. 20 minutos sí son suficientes para descartar que no sea algo más grave, hacer la tonta fórmula de siempre y la concebida incapacidad. Hay tiempo inclusive para explicar cuidados generales y signos de alarma, lo más importante de cualquier consulta, pero siempre eclipsado por el poder de un medicamento que alivie los síntomas, que es lo que todos esperan obtener al final. Si no, me arriesgo a que digan “esa médica es muy querida pero no manda nada”.
Las 7:18. Tengo dos minutos de sobra y a esta paciente ya la conozco. Es muy amable y siempre viene a renovar su fórmula. Sencillo. Pero si no hago más que eso, ¿qué sentido tiene? Diana Luz bien podría hacerlo por mí. Le pregunto entonces cómo van las cosas y recuerdo, muy tarde ya, que suele extenderse demasiado en todo lo que dice. La dejo que hable y no le pido más detalles. Es algo que todavía puedo hacer bien en la primera hora de trabajo.
A las 7:39 entra el señor que viene cada semana por un dolor nuevo y extraño que nunca encuentro al examen físico, porque está demasiado distraído diciéndome que soy muy amable y que debería haber más médicos como yo, que miran a los ojos y escuchan cuando los pacientes hablan. Si entrara en mi mente y conociera mis pensamientos, seguramente no volvería.
A las 8:00 viene una mujer muy joven con pinta de haber llorado toda la noche y estarla pasando realmente mal. Dice que le duele el pecho. No puedo más que mirarla con amabilidad, tratar de descartarle algo grave en el tiempo que tengo, y ofrecerle una remisión a psicología. El momento en el que podía darle un espacio para escuchar, ya quedó atrás. Intentar averiguar qué le pasa a un paciente, cuando lo veo así, me significó en el pasado atrasos de hasta una hora, no poder comer en todo el día, no poder ir al baño -fue cuando empezaron mis infecciones-, y tener que irme a mi casa a intentar desatrasar las historias clínicas que no alcancé a hacer, además de responder por las quejas de los pacientes que no fueron atendidos a tiempo. “Lo siento mujer, te deseo de corazón que las cosas mejoren, pero no puedo consolarte ahora, o no almorzaré hoy y tendré dolor de cabeza los próximos dos días, por lo menos”.
Las 8:20. Llamo a la paciente y no aparece. Respiro profundo de nuevo. La llamo otra vez y mientras no aparezca, empiezo a cruzar los dedos para que ya no venga. Su retraso será el mío. A las 8:27, límite señalado por la institución para no atenderla, entra como una tromba diciendo que le indicaron mal el consultorio. Ignora que yo sé que llegó tarde porque en el sistema aparece la hora, pero viene muy agresiva para que yo no piense siquiera en devolverla. Le digo en una muy mala actuación que “no hay problema”, que “en qué le puedo servir”, y ella pronuncia una de las frases más aborrecibles que es posible escuchar en este contexto: “Vengo por varias cositas”. En respuesta, lo que sale de mi boca ya no puedo controlarlo: “Mi señora, tengo 13 minutos para atenderla, así que, por favor, cuénteme lo que considere más importante”. La paciente, entonces, eleva su tono de voz para decir que “es el colmo”, que “no es posible que esa sea la atención que reciba”, mientras yo comienzo a escribir sin saber muy bien ni qué, porque no escucho realmente lo que dice. Soy mentalmente incapaz de enfocarme y me abandono al hecho de que la señora me odie con razón, porque esta cita fue una pérdida de tiempo. Con un cinismo que me toma por sorpresa, me doy cuenta de que puedo vivir con eso. Ella se va a ir, inconforme, a hablar mal de mí, pero en su vida, ésta sólo será una mala experiencia del día de hoy que duró 13 minutos. Esta mala experiencia, para mí, es mi trabajo y mi vida entera, un día tras otro, y no hace más que empeorar. Cuando no estoy aquí, me devasta la idea de saber que tengo que volver, ¡un día tras otro! Esta no es la médica que yo quiero ser. Y no sé si pueda vivir con eso. “¡Ay! Señora, ¡váyase ya!”. Pienso. “Y yo tendría que irme detrás de usted”.
A las 8:50 viene una viejita muy amable. Dice que vio salir muy alterada a la paciente anterior y que “no me preocupe”, cuando me disculpo por el retraso de 10 minutos. Trato de borrar el sinsabor y de enfocarme en esta paciente y en lo que necesita, pero entonces Magdalenazi toca a la puerta, y sin saludar o pedir permiso, entra al consultorio como un huracán, y con su voz chillona y desagradable, me exige una explicación sobre por qué le ordené una endoscopia a un paciente joven la semana pasada. “¿Acaso no le ha quedado claro el algoritmo de manejo?” Me pregunta; y yo intento contestarle, pero no me deja hablar. Me grita que me vaya a repasar la guía y la aplique, mientras sale dando un portazo. Y yo, con toda la intensidad de mi enojo, le deseo a ella que experimente todos los síntomas que tenía ese joven, incluyendo la pérdida de peso. Que consulte y que le ordenen Hidróxido de Aluminio, “porque es lo que manda la guía”. Tanto alboroto por unos cuantos pesos que yo perfectamente podría pagar de mi bolsillo, y que serán nada si resulta que tiene cáncer y va a terminar en un servicio de oncología. Antes de que llegue a desearle un horrible padecimiento en concreto, la paciente frente a mí me saca de mis pensamientos y me devuelve a la realidad, cuando me dice, con una dulzura que casi hace que llore, que “qué señora tan grosera, que no le haga caso, que yo soy muy buena”.
A las 9:15 viene una paciente de especialista a tramitar un medicamento de control. ¡Perfecto! ¡Lo que necesitaba! Solo tengo 5 minutos y me toca ir a buscar a la Médica que acaba de gritarme, para que me dé una fórmula en blanco que tendré que diligenciar con todo cuidado para no cometer un error mínimo que haga que tenga que anularla e ir a buscar otra. Cuando termino y se la entrego a la paciente, pretendiendo dar por finalizada la consulta, su hija me mira con indignación y me dice que “la mamá también venía por otra cosa”, y yo, con la misma indignación, le respondo que “no tengo tiempo ya, que la próxima vez, por favor lo diga desde el principio”.
A las 9:35 viene un paciente con síntomas inespecíficos pero coherentes, a quién le estoy sospechando una enfermedad reumatológica de esas raras, que no estoy en capacidad de confirmar, porque nunca me será posible ordenar los exámenes que necesita. Pero, en cambio, como los que sí le puedo ordenar salieron normales, me toca explicarle que hasta ahí llegamos, porque nunca le darán una cita con el especialista, a menos que le hubieran salido alterados. Me siento como una gran farsante diciéndole que “los exámenes están bien”, aunque sepa que él no lo está. Antes de poder terminar, toca a la puerta la paciente anterior que dice muy ofuscada que “la orden del sistema para su fórmula no pasó y que la vuelva a enviar, que ella no tiene todo el día para estar ahí”. “Cuando termine esta consulta con mucho gusto”, le respondo yo, mientras trato de concentrarme de nuevo en el paciente que me mira con impaciencia. Al final, para que esta cita no sea tan inútil, trato de recomendarle que, si le es posible, busque un internista particular, pero su respuesta es gritarme que “le parece el colmo y que para eso él está afiliado”. Lo dejo que siga hablando muy enojado sin prestarle atención. Termino la historia como puedo, para volver rápidamente a la anterior y repetir la fórmula electrónica pendiente, mientras me pregunto cómo es que cada paciente me lastima tanto y me sigue transformando en algo que no quiero ser.
9:50. Este paciente se jodió un hombro. En la radiografía no va a salir nada, pero si le mando la ecografía se la van a negar y le va a tocar consultar para que le ordenen la radiografía primero porque “es lo que dice la guía”. Y si la radiografía le sale normal, no le van a ordenar la ecografía. Este se ve más razonable que el anterior, por lo que me atrevo a explicarle y lo comprende. Me pide que le mande la radiografía y dice que se va a hacer la ecografía de forma particular. Me pregunta si me puede traer el resultado para que se lo revise, y por primera vez en el día me siento mejor. Le digo con aprecio genuino: “que por supuesto, que con todo el gusto”.
A las 10:10 llamo al paciente, pero no aparece. Me paro a llamarlo en todas las salas de espera para ahorrar tiempo y hacer una suerte de extraña pausa activa, pero no está. Con desesperación, le pregunto a Diana Luz por él, pero me dice que “fresca, que ese paciente ya no llegó”. Por lo menos. Le pregunto con la mirada si puedo hacer una pausa o me va a meter a cualquier otro paciente prioritario a última hora como hace siempre, pero no me mira. Ya me gruñe el estómago y hace rato tengo mi vejiga llena, así que me arriesgo a ir corriendo al baño y luego me tomo una avena de la máquina dispensadora del pasillo. Cuando regreso al consultorio no veo que alguien esté pendiente de que lo llame. Pienso con algo de esperanza que, después de todo, es posible que hoy sí logre almorzar.
Las 10:17. Ojalá esta paciente llegara puntual. Y así es. Una mujer de mediana edad que se nota muy acelerada desde que entra, en su forma de respirar y de hablar. Me explica muchos antecedentes de su vida que no logro conectar en un motivo de consulta. Me queda claro que sufre de una gran ansiedad, y que siempre le pasa algo cuando un ser querido se enferma o fallece. Al final, su preocupación actual es que se encontró “una cosa muy rara en su estómago, como una masa dura, que no le duele, pero que debe ser parecida a un tumor”, aunque no tiene otros síntomas. Cuando la reviso en la camilla, descubro que lo que tanto le preocupa son las costillas falsas del lado derecho. Reprimo una risa y pongo sus manos al otro lado de su abdomen y le pregunto si no se ha tocado una masa también allí. Ella, evidentemente confundida, me confirma que no, pero luego se sorprende cuando se toca algo de ese otro lado. Antes de que se angustie más, busco en internet una imagen de la caja torácica y le explico que no hay razón para asustarse: que esas son las costillas flotantes, no masas en su abdomen. Ella se recrimina y dice que se siente muy tonta, pero el agradecimiento en su mirada será mi combustible por el resto del día.
A las 10:40 viene un señor muy elegante que quiere que le ordene “exámenes de todo”. Intento establecer factores de riesgo para ver qué puedo ordenarle, pero la respuesta no le satisface. Me exige con altanería que le mande un “chequeo ejecutivo” y yo intento, con toda la calma que me queda, pero, sin éxito, explicarle cómo funciona nuestro sistema de salud.
El paciente de las 11:00, a todas luces psiquiátrico, me dice de forma pausada, segura y contundente: “Doctora, me quiero matar”. Yo trato de permanecer serena y de no desesperarme. En el exterior respiro profundo –otra vez-, pero, en mi interior estoy gritando sarcásticamente: “¡Qué bien! ¡Ya somos dos!” Siento un gran desaliento. Ahora tendré que salir corriendo a tramitarle la remisión a urgencias y la ambulancia, además de llamar a algún familiar y esperar a que venga para que lo acompañe. “Este día ya se fue a la mierda. Hoy tampoco voy a poder almorzar…. Y soy una perra maldita ¿Por qué todo eso es más importante que este señor que se quiere morir y que decidió venir a pedirme ayuda, antes de que lo encuentren colgado en su casa? ¿Qué putas es lo que este trabajo está haciendo conmigo?”
A las 11:25 viene un chico muy amable que se ve algo nervioso. Dice que se lo está pasando mal con una alergia en la piel. Desde que entra, me llama la atención su cuello. Claramente su tiroides está aumentada de tamaño, pero dice que no lo había notado. Cuando le hago todas las preguntas pertinentes, resulta que la piel era lo de menos: tiene todos los síntomas de un hipertiroidismo, pero él creía que todo se debía al agotamiento y no había consultado antes. Yo no entiendo cómo es que hay personas tan desconectadas de su propio cuerpo. Le ordeno los exámenes, le explico que va a mejorar mucho con tratamiento y me siento como una médica de verdad por primera vez en todo el día.
A las 11:46 atiendo a un paciente muy joven y tímido que cree que tiene algo malo en su testículo. No pareciera ser grave, pero mientras lo palpo y me planteo la pertinencia de una ecografía, comienza a tener una erección y noto que le va a ser muy difícil lidiar con ello, así que me excuso, lo dejo un momento, y corro a ver qué pasó con la remisión de mi potencial suicida. Nada. Vamos a estar esperando todo el día. Cuando vuelvo, el joven ya se vistió, su cara debe arderle como una brasa y no me mira a los ojos. En el momento en el que me planteo decirle que sería mejor revisarlo de nuevo, Diana Luz me llama para decirme que debo hablar con el centro regulador porque no hay camas disponibles de psiquiatría en la ciudad. Ni modo: me decido por la ecografía, no vaya a tener algo grave que no alcancé a palpar. Ojalá el momento incómodo no le impida hacérsela. Si es que se la autorizan…
A las 12:04 viene una señora que sabe exactamente que necesita una tomografía contrastada de su pecho, porque ya buscó en internet qué es lo que le pasa y se hizo ella misma su diagnóstico. Apenas llevo la mitad del turno, pero ya no tengo energía para lidiar con esto. Le sigo la corriente, le explico que debemos ir paso a paso, y le ordeno los exámenes básicos, que, si salen alterados, llevarán a otros exámenes. Me cuido de explicarle que los médicos generales no podemos ordenar tomografías. No siento en mí la fuerza necesaria para aclarárselo. Entonces, tomando mi desinterés por buena disposición, saca su listado de “cositas” acumuladas que quiere que le resuelva. Yo respiro profundo nuevamente porque ya no doy más. El almuerzo se veía tan cerca, pero se me esfuma otra vez. “¿Cuándo serán las 5 de la tarde?” Me pregunto con desespero.
Son las 12:35 y sólo me quedaron 5 minutos para almorzar. Lo intento, pero la comida no pasa. Nunca he podido comer de afán, pero si no lo hago, llegará el dolor de cabeza antes de que termine el turno. Tengo, además, que revisar mi chat de whatsapp: hay varios mensajes acumulados y la mayoría son de Lucrecia “la grande”, que hoy amaneció inspirada y desde su imperio farmacéutico nos da un recuento de las existencias de medicamentos, mientras nos invita, nada amablemente, a “abstenernos de formular lo que no hay”. “Así es como determinamos hoy de qué se enferma la gente”, -pienso con amargura-; “dependiendo de lo que le podamos mandar”.
A las 12:45 regreso y me encuentro a tres personas esperándome para que les revise sus exámenes. “Lo siento, en este momento no puedo hacerlo. No tengo tiempo asignado para ello”, les digo. En una de sus muy creativas estrategias para evitar que pidamos muchos exámenes de laboratorio, nos anunciaron que ya los pacientes no podrían pedir cita de revisión, pero que tendríamos que ver en qué momento se los revisaríamos. Como esto se les está transformando en muchas quejas y quieren evitar tener al paciente aquí vociferando, la semana pasada nos dijeron que debíamos, en unos horarios pendientes por asignar, llamarlos telefónicamente para explicarles los resultados y pedirles que reclamen las fórmulas y demás conductas derivadas en las taquillas de atención. Parece que lo mismo va a pasar con las interconsultas a especialistas. Los tres pacientes, muy disgustados, acuerdan ir juntos a la oficina de atención al usuario a poner una queja. Les digo que lo mejor es que vayan directamente “dónde la Doctora Magdalena” y le digan que yo no les pude revisar los exámenes, porque hoy me quitaron las horas de gestión.
Recuerdo con extrañeza que, aunque hoy suele ser el día de la semana en que hace su aparición estelar la visitadora que no soporto, todavía no se ha aparecido. ¡Aleluya! Algo bueno que reconocerle a este día.
La tarde se va igual que la mañana, pero las cosas me van importando cada vez menos, incluyendo mi vejiga, que me ha vuelto a molestar. Cada tanto fijo mi vista en las baldosas impecables o en las luces del techo, respirando despacio y deseando con fuerza estar en otro lado, viendo otras baldosas y otras luces y haciendo cualquier otra cosa que no sea ésta. Entre la remisión del paciente psiquiátrico, una señora polimedicada con una historia clínica muy abultada -cuya revisión me costó un paciente entero de retraso-, el daño del sistema por hora y media, una gestante que me tomó 45 minutos atender y otros 12 pacientes más, con variedad de síntomas entre reales, imaginarios o fingidos, pero cada uno más exasperado o disgustado que el anterior, me enfrento a mi último paciente 50 minutos después de la hora, y con más o menos 10 historias que tendré que ir a hacer desde mi casa.
El paciente de las 5:00, que estoy atendiendo casi a las 6:00, está demasiado preocupado para enojarse conmigo. Evidentemente se trata de un hombre humilde y trabajador, de los que no leen muy bien y no se ponen a buscar en internet el significado del resultado de la biopsia que necesita que le revise. Estoy muy cansada. Me cuesta un mundo entero organizar en mi cabeza la forma en la cual le voy a decir que tiene un cáncer, y que probablemente sea del tipo más agresivo que podría tener… No sé cómo explicarle que le voy a hacer una remisión al oncólogo, pero que debe estar aquí todos los días insistiendo para que se la autoricen rápido, si es que quiere tratarse y tener alguna esperanza de vida. No sé cuál sea la forma adecuada de comunicarle que, seguramente, le va a tocar poner una tutela para acceder a lo que necesita. Y no sé cómo hacerlo porque en realidad quisiera decirle que no haga ninguna de esas cosas, que no vale la pena. Que viva ese tiempo con dignidad en compañía de la gente que ama, en lugar de perderlo aquí, haciendo filas y esperando turnos, rogando por cosas a las que se supone, tiene derecho. Que no malgaste minutos valiosos de su vida en esta podredumbre de institución de la que yo hago parte…
Y como una terrible epifanía, me doy cuenta de que el consejo es perfecto para mí también. Me estoy perdiendo aquí y le he estado sirviendo a esta entidad con mucho más que mis conocimientos. Estoy siendo todo lo que ellos necesitan que sea para sus propios intereses, no para los pacientes, que se supone, son el objetivo de tantos años de estudio. Entonces, siento un asco descomunal que me ahoga.
Por fin es hora de volver a casa. Salgo de allí como en un sueño, desconectada, recordando muy tarde el ardor de mi vejiga sin evacuar durante muchas horas. Desando el camino y paso otra vez por la compraventa, ya sin fantasías de escape. Llego al metro pensando que no puedo seguir así mucho más tiempo. Es insostenible. No quiero ir a mi casa a terminar esas historias. No quiero volver al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, para ver cómo termino convertida en una porquería de médico y de ser humano. No puedo simplemente aceptar que esta sea mi vida. A menudo, pienso que soy mejor médica que persona, ¿qué va a quedar entonces de mí? En medio de mi desconexión, no sé cuántos trenes han pasado mientras yo sigo inmóvil en la plataforma. Me quedo mirando los rieles fijamente por un tiempo indeterminado, y de seguro, con una expresión descorazonadora, porque un empleado preocupado se acerca, me pregunta si me puede ayudar en algo y me aleja disimuladamente de la línea amarilla. En ese momento, aterrizo otra vez en mi realidad, lo miro a los ojos y con una gran seguridad, aunque él no entiende nada, le digo: “Preferiría estar barriendo la calle”.