CHAMIZO




Necesito salir a fumar, aunque eso sea casi imposible en los turnos de día. Y este sí que ha sido un turno de mierda que apenas va por la mitad. Por eso prefiero trabajar de noche; todo es más tranquilo y puedo salir hasta dos o tres veces en el turno.

Comencé a fumar a los 19 porque era lo que hacían mis compañeros en la universidad. No me imagino ya alguno de nuestros encuentros de estudio, reuniones o parrandas, sin compartir el humo. El cigarrillo me transporta todavía a esa época en que todo era más fácil y, digan lo que digan hoy en día, es lo que me sigue manteniendo despierto y enérgico. Es un placer que me enfoca y me recuerda lo mejor de la vida. O solía hacerlo, hasta que empezaron con la ley y la persecución. De un momento a otro ya no se puede fumar en ninguna parte. Es como si estuviéramos al nivel de los mariguaneros: ¡Inaudito! Yo no puedo ser más aterrizado y disciplinado. Además, cuando fumo soy más productivo, como en las noches. Nada qué ver con esos hippies descerebrados.

Refresco mi pantalla: tenemos 32 pacientes esperando, cinco de ellos más de tres horas. Bueno, cuatro: uno acaba de cancelar el servicio. Para colmo, hoy hay partido con los equipos locales de fútbol, lo que significa que el tráfico estará caótico el resto del día y los números sólo van a empeorar. Habrá quejas. Tengo que empezar a llamar a estos pacientes para tranquilizarlos. Pero ahora sólo puedo pensar en que necesito fumar, y no poder hacerlo me va poniendo de muy mal humor. Me irritan más de la cuenta los fallos de los compañeros y mi tono de voz se hace más molesto; algo que todos pueden notar y que no se les escapa a mis jefes, que siempre me están recriminando por lo mismo. Y cuando estoy molesto, tengo aún menos paciencia para hablar con los usuarios que esperan y desesperan.

Llevo cinco años en este trabajo y las condiciones laborales no han hecho más que mejorar. Desde que entré, hice buenas relaciones con los jefes, en gran medida porque casi todos fumaban, y esos momentos compartidos eran algo así como fraternales, por lo que terminaron por ser claves para forjar una suerte de amistad que duró mucho tiempo. Algunos de ellos se fueron y otros ascendieron, pero antes, me procuraron como herencia un cargo de mayor rango y, por supuesto, responsabilidad. Un cargo que no me ha costado mantener, porque me enfoco como nadie en que todo salga lo mejor posible, y resuelvo con éxito la logística de un día jodido como el de hoy. Pero no puedo hacerlo bien cuando todo mi cuerpo grita por un cigarrillo urgente. Lo único que logro cuando estoy así, es que alguien vaya y se queje porque “se siente maltratado”, y que el Doctor López me llame y me diga: “Ramiro: ¿en qué habíamos quedado?”

Ya casi no recuerdo que alguien me llame así. He estado yendo a unas citas médicas y me toca pensarlo dos veces cuando escucho ese nombre por el altavoz. Desde niño me dicen Chamizo por flaco. Ese nombre siempre me gustó más que el otro, que es el mismo de mi papá; un bueno para nada que nos hizo el favor de desaparecer cuando éramos niños. Lo menos que quise nunca, fue llamarme como él.

“Jefe, la móvil de Chente se varó.” Me dice Fernando con cautela, temiendo mi respuesta.

¡Maldita sea! Pienso, y pongo especial precaución en que sólo un pequeño gesto de desagrado salga a flote.

“¿A qué servicio iba?” Pregunto.

“Al 608 en Laureles, donde la señora que sigue reconsultando por dificultad respiratoria”. Responde. “La última vez que llamó, la hija estaba muy enojada. Al médico que vaya ahora, seguramente le va a tocar trasladarla”. Añade ya con más seguridad.

“¿Qué móvil está más cerca?” Quiero saber.

“La de Toño, el Doctor ya debe estar que sale”. Dice.

“Esa no”. Respondo muy rápidamente. Yo mismo le he asignado cada servicio del turno al médico. Quiero inventar algo para explicar mi negativa, pero no se me ocurre nada. De seguro me estoy poniendo en evidencia.

Miro la pantalla, hago cálculos y pregunto: “¿Cuánto lleva en ese domicilio la 236?”

“Quince minutos”. Responde Kathy desde el computador, al lado de Fernando. “Pero el conductor acaba de reportar que la médica le pidió el electro, así que por lo menos serán otros diez minutos.”

“No importa. Asígnenselo a ella cuando termine. Cuando la llamen a los veinte minutos para el control, me dicen si hay novedades.” Ordeno. “El paciente es un adolescente, así que no debe requerir de mucho. Y manden a una móvil de mantenimiento a desvarar a Chente.” Digo con más calma.

“Listo.” Dice Fernando volviendo a la pantalla y tomando el teléfono.

Llegó el momento de mi cigarrillo. Me dispongo a salir, pero me llama Carlos que está en el escritorio de espaldas a mí: “Jefe, la Doctora de la 245 dice que el paciente la encerró; se oye muy asustada.”

“¡Mierda! ¿Cómo así?” Necesito más información.

“Dice que el paciente es psiquiátrico y que no la quiere dejar salir, entonces ella se encerró en el baño. ¿Llamamos a la policía?” Pregunta Carlos.

“No, no.” Respondo y actualizo mi pantalla, verificando quienes son los protagonistas del servicio. La Doctora Claudia y Guarnizo. “Díganle al conductor que suba a tocar la puerta e intente razonar con él.” Solicito.

Carlos me devuelve una mirada de desacuerdo, así que le respondo con otra mirada que lo pone en acción.

Soy bueno para responder a este tipo de situaciones en estos turnos demenciales, donde pasan más cosas de las que se pueden procesar. Ellos discutirían eternamente, hasta decidir qué hacer en cada caso. Aunque no estén de acuerdo con mis decisiones, sé que se sienten tranquilos de no tener que ser ellos quienes las tomen.

Respiro profundo. El cigarrillo tendrá que esperar un poco más. Pienso en Claudia, en sus piernas largas, en sus senos hermosos. Debe estar aterrada. Pero el tiempo en el que tenía que preocuparme por ella ya pasó: se acabó cuando decidió poner fin a nuestros encuentros habituales, sin darme una buena razón. Sentí su decisión, pero ya estaba haciendo buenos avances con Estefanía, la médica nueva: la mujer más increíble que me haya llevado a la cama y con la que, paradójicamente, me empezó a fallar el pito.

El sexo me gusta tanto como el cigarrillo, pero no puedo hacerlo tantas veces al día como fumar. Aunque bien que podría. Siempre he sabido cómo hablarle a una mujer y cómo coquetear, sin ese aire de perdedor que veo en algunos que las espanta. No soy un hombre atractivo, pero cuido mi apariencia y suelo distinguir a las mujeres con las que tengo una oportunidad. Esta empresa está llena de ellas. Las más fáciles, son algunas médicas de cierta edad que parecieran haber renunciado al cortejo masculino. Son las mejores. Responden bien a mis avances, son fenomenales en la cama y no me están agobiando con sus necesidades emocionales. Ninguna me quiere de novio, seguramente, porque no estoy a la altura de sus estudios, pero eso está perfecto para mí. Nunca van a estar hablando entre ellas y haciéndome un escándalo bochornoso aquí. Algunas inclusive, aunque hayan decidido no verme más, me vuelven a llamar cada cierto tiempo para repetir la experiencia. Y yo encantado. Ojalá Claudia lo haga.

Refresco la pantalla de nuevo. Las cosas comienzan a mejorar un poco, en parte por la cancelación de varios servicios. A la señora de Laureles ya la está atendiendo la médica de la 236 y la situación de Claudia se resolvió fácil con la intervención del conductor. Si fuera por estos, habrían llamado a la policía y hecho un espectáculo de toda la situación.

Busco cómo se están dando las cosas para mi Doctor estrella. Todo va sobre ruedas. Sonrío con lo preciso de la expresión. Desde hace tres meses tenemos un acuerdo muy provechoso en el que él me paga para que yo le asigne los servicios más fáciles y él pueda ver más pacientes por turno. Todos ganamos. El problema es que ya no quiere trabajar de noche, que es el momento en que todo fluye mejor para resolver la logística a su favor. En las mañanas también hay buenas posibilidades de que las cosas salgan bien, pero las tardes suelen ser un desastre. Lo bueno de hoy fue que este turno que cogió demás, le tocó con Toño, un excelente conductor. Ya llevan diez servicios en cuatro horas. El problema es que hay compañeros que sospechan, y debemos ser muy cautos con ese tipo de cosas. La Doctora Estupiñán supo algo y le fue con el chisme a la persona menos indicada, pero le salió el tiro por la culata. En esta empresa estoy muy bien parado y eso me da ciertas licencias. Además, estoy seguro de que la causa de su molestia es no poder ser ella la del negocio, pero yo nunca haría ese tipo de convenios con una mujer, son demasiado impredecibles y emocionales: en un arrebato de rabia tiran todo por la borda, aunque ellas mismas salgan perjudicadas. La misión ahora es que se aburra y busque nuevos horizontes laborales, antes de que tenga más información que no le incumbe.

Llegó la hora de estirar las piernas y hacer mi primera -y seguramente única- pausa activa de hoy.

“Vuelvo en un momento”. Les digo, al tiempo que salgo y me dirijo a la puerta del edificio. “Valiente pausa”. Pienso al ver nuevamente al grupo de personas que trabaja en la calle de acceso, y que pareciera que nunca va a terminar de repararla. El sonido de la perforadora taladra también mi cabeza anhelante de nicotina. Por fin saco uno de mis gloriosos amigos, lo enciendo y lo llevo a mi boca, aspirando con la satisfacción pospuesta varias horas. ¿Cómo es que la gente no comparte este placer? Me pregunto indignado. Vuelvo a estar tranquilo y trato de no pensar en el caos al que tengo que regresar en unos minutos. Siempre advierto, muy tarde, que este espacio me lleva a los mismos pensamientos desde hace un mes. Tendré que ir a fumar a otro lado. Pero, entonces, me tomaría más tiempo hacerlo. Ni hablar.

Aquí, en este mismo lugar, salí como a la medianoche de un turno especialmente tranquilo. La médica estaba ahí sentada en las escalas, esperando un taxi y mirando a la nada. Parecía muy concentrada en sus pensamientos y se sobresaltó un poco al escucharme llegar. Volteó para mirarme y me saludó con una breve sonrisa, a la que yo respondí con otra. ¿Por qué no espera el taxi adentro como todos? Pero sobre esta mujer generalmente hubo más preguntas que respuestas. Siempre se le veía seria y callada, diligente en su trabajo, hablando apenas lo necesario, pero en un tono que nunca daba lugar a dudas. Y desde que se le murió ese paciente esperando la ambulancia, a todos nos daba miedo tener que hablar con ella. La gente que sabe medir sus palabras en un momento de furia, pero igual es capaz de mandarlo a uno a la mierda con elegancia, me intimida bastante.

Por eso nos pareció una alucinación cuando llegó a la fiesta de la empresa. Había mucho que no habíamos visto debajo del feo uniforme gris. Parecía otra mujer y bailó la noche entera con todo el que quiso, e inclusive sola. Yo no me le pude acercar porque estaba pendiente de Estefanía: a una seña suya, nos íbamos para el apartamento a seguir con nuestra propia fiesta.

La médica miró su reloj, sacó un termo del morral y bebió un sorbo. Parecía no tener problema con que siguiéramos en silencio, pero desde la fiesta, yo había querido hablarle por fuera de lo laboral.

“¿Hace mucho que pidió el taxi?” Le pregunté. “Si quiere dígame dónde lo pidió y yo vuelvo a llamar”. Me ofrecí.

“No hace tanto, muchas gracias.” Me contestó con otra sonrisa.

“¿La Doctora sale mucho a bailar?” Le pregunté, queriendo ver hasta dónde me dejaba llegar. Había que aprovechar el momento y el taxi no tardaría.

Ella me miró por algunos segundos como analizando mi pregunta y respondió: “No todo lo que yo quisiera”.

“Cuando quiera me invita, yo encantado”. Le dije con mi tono más seductor, mirándola con toda intensidad. Le dije, sin hablarle, que contaba conmigo “para lo que necesitara”. Ella sonrió y me miró fijamente sin decir nada. Empecé a pensar que había cometido un error y que se estaba burlando de mí. Tuve que hacer un esfuerzo para no desviar la mirada.

“Gracias”. Me dijo al fin. Y añadió: “El problema es que no me gusta salir con fumadores”.

Asentí mirando hacia otro lado. Era comprensible, aunque ninguna mujer me lo había dicho así, tan de frente. Consideré terminar mi cigarrillo antes de tiempo y regresar al trabajo. La cosa pudo quedar ahí, pero no. “No son buenos en la cama”. Remató, mirando de nuevo su reloj.

“¿Pero ¿qué…?” Comencé a preguntar. Entre la risa y la sorpresa, me ahogué un poco y empecé a toser. “¿Qué tiene qué ver?” Le pregunté fingiéndome ofendido, y ahora sí, determinado a buscar la ocasión de demostrarle lo contrario.

“El cigarrillo daña su circulación y comienza por las arterias más pequeñas, como las de su miembro”. Comenzó a explicarme ya con algo de desinterés. “Necesita una buena circulación para tener una erección que valga la pena”. Entonces, llegó el taxi por fin. Ella se puso de pie, me miró y agregó burlona, antes de subirse: “Cuando fuma lo único que termina por ponerse duro son sus arterias”.

¡Maldita sea! En ese momento sí que deseé revolcarla y demostrarle cuánto se equivocaba.

Después de eso, me encargué personalmente de que sus turnos fueran un infierno. Le asignaba los pacientes más demandantes y graves, los más complicados, los crónicos o los que vivían en los lugares de más difícil acceso. Equivocaba los códigos de atención para que tuviera que correr, aunque el paciente no fuera urgente y me demoraba todo lo que pudiera en enviarle la ambulancia que solicitaba. Y fui cada vez más mezquino porque su predicción se hizo realidad. Una semana después, mientras estaba con Estefanía, mi pene no reaccionó. Tenía suficientes recursos para dejarla igualmente satisfecha, pero después de tres encuentros similares, empecé a notarla algo distante. A lo mejor está pensando que ya no la deseo y yo no puedo dejar de temer a que el próximo encuentro me pase lo mismo.

Tengo que ir a fumar a otra parte, aquí siempre termino pensando en esa maldita bruja. Me lanzó un hechizo de “pánico escénico”, algo de lo que nunca sufrí. Pero ayer desperté con una erección soñando con ella y luego me enteré de que renunció. Me quedó una sensación desastrosa, como de una cuenta no saldada. Espero que, ya no estando aquí, pueda olvidar y superar todo eso.

Quiero alargar esta pausa y decido fumarme un segundo cigarrillo.

La semana pasada pedí una cita en mi EPS. El médico conocido, ya algo mayor, me dijo sonriendo que “no me preocupara, que eso nos ha pasado a todos. Que no me estrese porque ahí sí se vuelve algo crónico y más fregado de tratar”. Le pregunté si me podía mandar una ecografía o algo, para ver que todo esté bien, pero me dijo que no había necesidad. Esta semana volví, pero pedí cita con una mujer. Ella no me tranquilizó, pero sí me dijo muy seria: “Considere dejar de fumar. En el cigarrillo tiene el origen de múltiples quebrantos de salud.” Y me envió al Programa de adicciones. Ninguno de los dos me revisó, pero ya tengo cita con un Psicólogo la próxima semana. ¡Qué locura! Todo un mes de mierda. Debería reunirme con los muchachos, pero cada vez es más difícil encontrar el momento. Bueno, eso y que, en los últimos años, he preferido estar en la cama con alguna mujer en lugar de verlos, así que, de momento, no estamos, lo que se dice, muy unidos.

Mi celular vibra en mi bolsillo: es un mensaje de chat. Tengo que apresurarme. Sigue vibrando, así que me afano en leer.

“Por que me mandasre a esw servicio???” Es el primer mensaje que envía mi doctor estrella. Termina con un emoticón iracundo.

“vamos a esrar en estew trancon el resto dek turno”. Continúa.

“Y este udiota aunque es rapido se bajo a ver un accidente”. Debe estar enojadísimo.

“SACAME DE AQUI O CANCELAMOS TODO!!!”

Lanzo lejos el cigarrillo apenas consumido y vuelvo corriendo a mi puesto de trabajo, al tiempo que Carlos me dice: “Toño está pidiendo una ambulancia para un herido de un accidente en la avenida”.

“¿Y quién los mandó para allá?” Es mi airada respuesta. No puedo disimular mi rabia, la misma que aumenta cuando todos se quedan en silencio.

“¿Qué ambulancias hay disponibles?” Pregunto, tratando de calmarme.

“Ninguna”. Me dice Kathy vacilante.

“¿Cuál está más cerca?” Insisto.

“El Lechón está a unas cuadras en el Hospital, esperando a que salga Simón que está entregando a un paciente. Pero se van a demorar, porque hay muchos antes que él y no hay camillas”. Responde otra vez Carlos.

“Díganle al Lechón que salga de una para allá”. Le digo autoritario, antes de que pregunte algo más. Él se me queda mirando, interrogante, ante lo inusual de la conducta. Tengo que rematar con un “¡ya!” más fuerte. Tendré que hacer algo con este tipo, porque se me va a tirar el negocio.

“Díganles a los muchachos que ya va la ambulancia, que se las arreglen como puedan sin el enfermero”. Les ordenó. No puedo irme un momento porque esto se descontrola. Tendré que negociar con el médico para que se le pase el enojo. Mis ingresos han mejorado mucho en los últimos tres meses haciendo que el Doctor tenga más servicios. Y desde hace un mes, hay otros dos médicos entrándole al asunto, por lo que tocó contar con Samuel, otro radioperador muy influyente que suele asistir al otro jefe, un tipo que jamás haría parte de un acuerdo así. Organizar los turnos para que siempre esté alguno de los dos, ha sido una pesadilla y a veces no lo logramos, pero todo va bien. Hay que ver cómo mejorar, pero no me preocupo; todos los involucrados son de confianza. Aunque no puedo hacerlos enojar. Esto no se puede repetir.

El Lechón llegará pronto y seguramente, si el paciente está grave, lo lleva también al mismo hospital. En unos minutos el Doctor estará libre para atender a más pacientes. Aún quedan más de dos horas y tengo muchos servicios fáciles en esa zona esperando en pantalla: bebés con fiebre y jóvenes resfriados. En ese tiempo se puede sacar otros cinco o seis servicios.

“Jefe, hay que mandar a alguien por la móvil. La van a dejar en la avenida porque Toño se va a ir en la ambulancia con el médico”. Me dice Fernando.

“Perfecto. Manden a alguien de mantenimiento a que les lleve la móvil al hospital, y que el Lechón lo traiga a la empresa mientras entregan a esos pacientes”. Les digo.

¡Cómo extraño trabajar de noche! Hay menos tráfico, menos tiempos de espera, menos quejas y mejor evaluación de los servicios. Aunque también es cierto que hay menos pacientes y los que llaman tienden a estar más graves. Hay que encontrar la forma de hacer este negocio de día. Sólo hay que calcular cómo mover las fichas: qué móviles van a atender qué servicios. Pero no puedo apartarme de la pantalla. ¿Debería intentar dejar de fumar? Imposible.

Por fin escucho que el Lechón se reporta y comienza el traslado. Ese gordo es tremendo para manejar, y en general para trabajar. Nunca dice que no y es rápido como él solo. Todo el mundo lo aprecia y con razón. No demorará nada en llegar.

Actualizo la pantalla. No hay muchos cambios. Hay que enviar otra móvil a cubrir el servicio para el que iba el Doctor. ¿Un paciente con insuficiencia renal y diálisis? ¿Están locos? De allá no habría podido salir en horas. Este accidente fue lo mejor. Luego le cuento para que ya no me esté amenazando. Tal vez le pida consejo sobre mi asunto. O tal vez no. No creo que se tome muy seriamente los achaques de la gente cuando los resuelve tan rápido. Y si es así para todo, tampoco creo que simpatice con el miedo que siento a no poder volver a estar con una mujer. De seguro es todavía más rápido con ellas. Reprimo una sonrisa.

“Jefe, la móvil de Chente ya está lista. La voy a mandar igual al servicio de la señora asfixiada de Laureles, porque no ha habido otra para enviar allá”. Me dice Fernando.

“Sí, está bien”. Le digo yo.

“El problema es que a esa móvil sólo le falta una hora para terminar el turno, y si trasladan a esa paciente los va a morder el marrano”. Agrega.

“Ni modo”. Respondo. Esa es la última de mis preocupaciones. “Qué reclamen el tiempo extra”.

Comienzo a mirar el reloj y a esperar que el Lechón se reporte al llegar al Hospital.

“Jefe, a los de la 251 los acaban de atracar”. Me dice Carlos con preocupación.

En este punto, ya solo quiero reírme. El mundo se enloqueció hoy. “¿Y qué les robaron?” Pregunto.

“Las billeteras: dinero y documentos personales”. Responde él.

“¿Y el electro, los equipos, las cosas del carro?” Inquiero.

“No, no se llevaron nada de eso”. Me dice. “Me están preguntando si pueden ir a hacer la denuncia”. Añade en voz baja. Creo que intuye mi respuesta.

“No. Que rueden al próximo servicio. Les quedan menos de dos horas de turno. Que hagan esa diligencia cuando acaben”. Le digo verificando en mi pantalla y mirando de reojo su reacción.

Para mi sorpresa, está transmitiéndoles la orden sin una réplica o mirada de cuestionamiento. ¡Eso es, Carlos! Aprende cómo se hacen las cosas aquí y no tendremos problemas.

“¿Qué sabemos del Lechón?” Pregunto. Empiezo a impacientarme y a querer otro cigarrillo. Ya debería haber llegado.

“Todavía nada, Jefe”. Me responde Fernando.

“Llamen a alguno de los tres.” Les ordeno. Comienzo a sentir la presión del tiempo jugando en mi contra por primera vez en el turno.

Entra Milena con café para todos, me entrega el mío y me dice en voz baja: “Jefe, la Doctora Claudia está entregando turno y armando un alboroto con lo que le pasó. Está allá diciendo que, si es por la empresa, los pacientes pueden hacer lo que quieran con los médicos que van a atenderlos. Que, si los secuestran o los matan, a la empresa le da igual. Que va a poner una queja, porque esas no son condiciones para trabajar”.

¡Cuánto melodrama! Pienso. “¿Y con quién está hablando?” Indago para ver qué medidas hay que tomar.

“Con Camacho, Hamilton, el Doctor nuevo que empezó esta semana y la Doctora Estupiñán. También había unos de mantenimiento y el chico de la farmacia”.

“Gracias Mile. Por favor, llama a ese paciente y pregúntale bien qué pasó. Recuérdale que en el contrato está obligado a tratar a nuestro personal con respeto. Yo voy a llamar a Guarnizo”. Habrá que tomar medidas. Si esto llega a los de arriba, estaré en problemas. No necesito más llamados de atención, así sean amistosos y no haya amenazas de por medio. Este tipo de comentarios hacen ruido y perjudican la imagen de la empresa.

Pero, primero lo primero. ¿Dónde estás Lechón? ¿Por qué no llegas? Miro impaciente, de nuevo, la hora en mi pantalla.

Guarnizo no contesta. Perfecto. Este turno de mierda no tiene fin.

“Jefe: Juan, el de mantenimiento, está llamando desde el hospital y dice que necesita hablar con usted. Que es urgente”. Dice Kathy con cara de extrañeza. Le digo que me lo pase.

“Hola Juan”. Empiezo.

“Chamizo, qu’hay”. Me dice. “Mire. Llegué a la avenida y recogí la móvil de Toño. La traje al hospital y la dejé en el parqueadero. Me fui a buscar al Lechón y encontré la ambulancia casi metida en la sala de espera. No sé cómo no se chocó. Tenía todas las puertas abiertas y no estaba ninguno de los muchachos ahí. La cerré bien, pero no sé si falta algo. En esas, llegó un vigilante muy enojado que me dijo que, si yo soy de la empresa, saque esa ambulancia de ahí inmediatamente, pero no tengo las llaves y no las vi ahí pegadas. El vigilante dice que al Lechón lo metieron al hospital porque se desmayó. No he podido averiguar más, porque esto está lleno de gente y no me dan razón”.

Lo que escucho me suena tan fantástico, que empiezo a dudar si realmente está pasando. “¿Y Toño? ¿Y el Doctor?” Pregunto ya frenético. Me aumenta el deseo apremiante de un cigarrillo.

“No los veo por ningún lado. Deben estar adentro.” Responde.

“Listo Juan. Vamos a averiguar todo. Si sabe algo más, llama de una. Voy a enviar a alguien con la copia de la llave para que se vengan en esa ambulancia”. Le pido.

“¿Qué pasa, Jefe?” Me pregunta Mile alarmada.

“Manden a alguien de mantenimiento al hospital con la llave de la móvil del Lechón. ¡Pero ya! Y que revisen que estén todos los equipos”. Ordeno casi gritando. “Y llamen al hospital. Parece que al Lechón lo están atendiendo allá”. “Kathy: llama a Toño y me lo pasas por favor y también intenta con el Lechón”. Tendré que llamar yo al Doctor. Va a estar histérico.

Ninguno de los tres responde, y en el hospital nos dejan en la línea, esperando para conectar con una extensión en la que tampoco hay respuesta. ¿Pero, cómo llegamos a tanta incertidumbre? Me toca decirle a los de Personal que contacten a la esposa del Lechón y le digan que salga para allá urgente, aunque no sepamos nada más. Pero ¿por qué no contestan los otros dos?

Ahora me está devolviendo la llamada Guarnizo. Muy inoportuno. Hay asuntos más urgentes.

Me llama el Doctor. Daría lo que fuera por no tener que hablar con él, pero necesito saber qué está pasando.

“Chamizo, esto se salió de control”. Comienza. “Todo mal: no me dejan ir hasta que venga alguien que responda por el conductor y por el gordo de la ambulancia. Al paciente que traíamos lo conocen aquí, es como el gerente, o algo así”. Me habla a una velocidad que me cuesta seguir.

“¿Cómo así? ¿Y qué les pasó a ellos?” No logro entender.

“Parece que al gordo ese le dio un infarto mientras nos traía”. Me dice. “Por poco no alcanza a frenar, antes de perder la consciencia. Y al imbécil del conductor le dio un ataque de pánico cuando le pedí que me ayudara con el herido. Golpeó durísimo a la enfermera que llegó a sacarlo y después se desmayó. Terminaron atendiendo de último al paciente accidentado que recogimos, y por el que vinimos aquí… Esto se volvió un puto circo y todo fue culpa tuya… ¿Qué tenía que estar haciendo yo en esa avenida, para empezar?... ¡Mándame ya a los acompañantes de esos dos y un carro para acabar el turno…! ¡Mira que montón de tiempo perdimos!” Y me cuelga sin dar lugar a una respuesta.

Necesito un momento para entender toda la información. Tengo muchos cabos qué atar. Pero primero el control de daño. Llamar al Dr. López a explicarle todo. Que sepa mi versión de lo que pasó en este turno y nos adelantemos a cualquier queja o problema relacionado. Sacar al Doctor de allá, o sea, que se venga con los de mantenimiento en la ambulancia. No tengo a nadie para que termine el turno, lo siento. Localizar al acudiente de Toño y ver que llegue al Hospital la del Lechón. Hablar con Guarnizo y saber qué dijo el paciente psiquiátrico de ese servicio, para que la Claudia no me meta en un problema. Veo de soslayo que Carlos me mira con reproche. Tengo que decirle al Dr. López que haga algo sobre este tipo, y también sobre la Estupiñán. A ese par de sapos hay que hacerlos aburrir como sea.

Todavía falta una hora para terminar el turno y necesito hacer esa llamada en privado. No importa el día o la hora, él siempre me contesta. Es un maldito caos, pero tengo la sensación de que no puede ser peor. Salgo de nuevo, marco el número y enciendo un cigarrillo. Y luego la recuerdo ahí, sentada… ¡Maldición! Tengo que buscar un sitio diferente. Aspiro despacio el humo mientras el Doctor López me contesta. Me enfoco. Me calmo. Todo es más fácil con un cigarrillo en la boca.

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